Por: José Rafael Herrera
Quizá no convenga excederse demasiado a la hora de verse en la obligación de “mencionar la soga en la casa del ahorcado”, como dice el adagio popular, hecho norma por el sentido común. La cautela, en tiempos de temor y mordaza –esta última, no pocas veces autoimpuesta, a causa del primero–, no es cosa de formación sino, más bien, de rigor empírico, dados los resultados de las más recientes expresiones de atropello cruel e impío por parte de una auténtica maquinaria de guerra, lanzada ferozmente en contra de las manifestaciones de protesta de la sociedad civil, que se apoderaron de todo el país por más de cien días continuos. Estricto artilugio, violatorio de toda dignidad y de los más mínimos derechos humanos. Una vez más, el miedo ha sido inducido y diseminado por un Estado cruel y despiadado, que ha hecho de la amenaza, la retaliación y el chantaje sus más eficientes instrumentos de opresión totalitaria. El miedo no es libre: es esclavo de pasiones tristes, y se respira en las calles lúgubres, desoladas y, premeditadamente, sometidas al desamparo, a la inseguridad y al tener que encomendarse a Dios y a la corte celestial. Y, sin embargo, a pesar del caute de tiempo oscuro y húmedo, con el que Spinoza habituaba refrendar sus escritos, convendría establecer cierta precisión acerca de algunas inconsistencias que, en relación con la actual representación del Estado, sustentan sus administradores más conspicuos. Aunque, la verdad, no tan solo ellos.
Gramsci –sí, Gramsci, el mismo autor que tanto promueven los secuaces de programas escatológicos, pasquines de Ferro y catecismos de perro y rana, sin tener la más mínima noción acerca de los orígenes y alcances de su penamiento– define la estatolatría como “una determinada actitud hacia el ‘gobierno de los funcionarios’ o sociedad política, que en el lenguaje común es la forma de vida estatal a la cual se le da el nombre de Estado, y que vulgarmente es entendida como todo el Estado”. Creer que la sociedad política, el “gobierno de los funcionarios” es –por lo menos en Occidente– “todo el Estado” es, según el filósofo italiano, un grave error. Y es que, en efecto, el Estado moderno es mucho más que la sociedad política propiamente dicha. Por eso mismo, la estatolatría –agrega Gramsci– “no debe, especialmente, devenir fanatismo teórico, y ser concebida como ‘perpetua’: debe ser criticada, precisamente, para que se desarrolle y produzcan nuevas formas de vida del Estado, en las cuales las iniciativas de los individuos y de los grupos sea ‘estatal’, aunque no del ‘gobierno de los funcionarios”. En otros términos, Gramsci insiste en la imperiosa necesidad de que lo que la vulgata concibe como “el Estado” –o sea, la pura sociedad política o “el gobierno de los funcionarios”– se descentralice definitivamente, devenga, más que “sobrestuctura”, “infraestructura”, más que sociedad política, sociedad civil, y deje finalmente de ser un “Estado máximo”, absolutista, heterónomo, para devenir un “Estado mínimo”, sustentado en la autonomía, propia de la civil eticidad. En una expresión, menos armas y más educación, menos coerción y más consenso.
Queda claro que toda forma de predominio militarista es estatolátrica, aunque no toda forma de estatolatría es, necesariamente, militarista. Su premisa consiste en representarse al Estado, precisamente, como un instrumento mecánico de dominación y control de todo y de todos, bajo la presunción de que “siempre ha existido”, para que pudiese haber orden social. Lo curioso es que tanto las formas estatolátricas como las formas anti-estatolátricas in abstractum parten de perspectivas idénticas, aunque con signos invertidos. ¿Será necesario insistir en el hecho de que los argumentos relativos al origen “natural” del devenir político y social de los hombres, como momento previo a la creación del Estado, no pasan de ser consideraciones hipotéticas, “modelos” teóricos que, con independencia de las más diversas perspectivas hermenéuticas que lo conforman, presupone la creación del Estado bajo un criterio mecanicista –instrumental– que hace sordina de su carácter sustancialmente histórico? Robinsonadas maniqueístas, en suma, de lado y lado. Estado y libertad son el resultado de la acción de los hombres –y de sus circunstancias, diría Ortega– en la historia: elaboraciones, conquistas, de factura humana.
El presente exige un esfuerzo por comprender las partes y sorprender el traspaso de lo uno y de lo otro. El oficio filosófico consiste en poder decir lo que se prohíbe decir, no pocas veces desafiando la cautela a la que ni siquiera Spinoza o Hegel pudieron ser fieles. Mucho de estatolatría anida en ciertos sectores que se autocalifican de democráticos e, incluso, de liberales, habituados como están a las estructuras del sometimiento, a un “líder”, a un “gendarme necesario” o a un “César democrático”, quien, al final de las cuentas, siempre ha llevado las riendas del país, como buen –en realidad, casi siempre, como mal– pater familiae que es. La dependencia es un lujo difícilmente descartable. Tener quien, mal que bien, termine pagando las cuentas, perdonando el “chinchorreo”, las inasistencias y hasta el bochinche; quien disponga de lo que se puede o no se puede ver –no mirar–, oír –no escuchar–, oler –no catar–, lamer –no degustar– e, incluso, tocar –no sentir–. ¡O qué leer y qué no! A fin de cuentas, controlar los sentidos no dista mucho del control del resto de las facultades y, especialmente, de la facultad de juzgar. Hay formas de instrucción que promueven la ignorancia y, con ella, la persistencia en la dependencia für ewig. Y mientras más controles, mayor será la corrupción, la multiplicación de esa suerte de pústula del Espíritu, de incordio de la consciencia, que se conoce con el mote de “los caminos verdes”, quizá por el color de las lechugas.
Siempre que haya una pésima, mediocre, tristemente deplorable educación, habrá estatolatría. La sociedad que se viene es la sociedad del conocimiento. Una sociedad que no ha sido capaz de garantizar, ni en su más mínima expresión, el mantenimiento –y no se hable del crecimiento– de sus propios servicios públicos (agua, luz, gas, telefonía, vialidad), que concibe la formación académica como requisito para conseguir un empleo en el papel de tuerca o tornillo en la ya amorfa maquinaria estatal, que premia la mediocridad y la obediencia ciega, mientras propicia el terror, en fin, una sociedad gobernada por una clase política que se ha dado a la tarea de trastocar las fuerzas productivas del país por las “facilidades” de la sociedad política, por la estatolatría, está autocondenada al fracaso. No hay futuro sin el fin de la estatolatría, venga de donde venga.