Por: Ángel Oropeza
La acelerada marcha hacia la caotización del país ha vuelto a traer el tema de una eventual “explosión social” como consecuencia de la profundización de la crisis nacional. Se está volviendo recurrente la referencia a lo “inevitable” de un estallido popular, cuando no a la “sorpresa” de por qué no ha todavía ocurrido. ¿Estamos de verdad cerca de eso que llaman una “explosión social”?
Lo primero que hay que decir es que, como todo acontecimiento colectivo, un estallido social es un fenómeno multicausal, en cuya aparición concurren muchas variables de diferente tipo. No basta solo con que exista una de ellas –por ejemplo, descontento popular– para “predecir” de manera lineal que estemos a las puertas de uno. En la realidad social, las cosas son mucho más complejas.
Existen al menos cuatro razones que no solo explican por qué una especie de “remake” del “Caracazo” no se ha presentado en nuestros días, sino –lo que es más importante– por qué es poco probable que ello ocurra.
1) En primer lugar, todos los días hay decenas de microestallidos sociales en todo el país. Solo en el primer semestre se registraron 6.369 protestas, un promedio de 35 diarias, lo que representa un aumento de 278% comparado con el mismo período del año anterior. Estas “microexplosiones” funcionan como válvulas de escape a la olla de presión social. Así, una de las razones por las que no ha ocurrido ese “macroestallido” que algunos temen y otros esperan, es porque desde hace rato estamos en presencia de una explosión continuada, cotidiana, pero en cámara lenta y desagregada social y geográficamente.
2) Un segundo factor es el control represivo que el gobierno tiene en las zonas populares más importantes del país, a través de bandas paramilitares, mejor conocidas como “colectivos”. Estos grupos delictivos funcionan como un mecanismo de contención de las protestas populares, especialmente cuando ellas son de naturaleza política. En la práctica, son agentes represivos locales, controladores de la disidencia popular, que abortan con violencia la posibilidad de que la gente en los barrios se queje, proteste o se organice.
3) Una tercera variable tiene que ver con la distancia entre la percepción negativa del país –que crece de manera continua– y la propia evaluación personal, que también se erosiona pero no de manera tan acelerada. De hecho, los estudios de opinión pública muestran cómo los venezolanos creen que el país se está deteriorando más y más rápido que su propia situación personal. Aunque ambas percepciones se han vuelto más negativas, la brecha entre ellas también se ha ampliado, y se ubica en unos 10 puntos porcentuales, de 8,6 que mostraba hace 3 meses. Este aumento de la brecha (situación personal versus la del país) funciona como un elemento que disminuye la probabilidad de conductas colectivas radicales. La creencia de que por alguna razón podemos estar individualmente mejor, a pesar del deslave del país, suele correlacionarse con comportamientos colectivos más conservadores y menos violentos.
4) Finalmente, la cercanía de una consulta electoral suele también atenuar la aparición de conductas antinormativas masivas. Cuando la población siente que se aproxima una oportunidad para expresar su enojo, esto actúa como un mecanismo psicológico de canalización del descontento. Por ello, y si se hacen las cosas bien, lo más probable es que nos acerquemos a una verdadera explosión social pero de expresión electoral, que puede provocar un auténtico estallido en las bases de sustentación del gobierno.
En síntesis, no se trata que los venezolanos no estén justificadamente molestos, y mucho menos que estén “dormidos”, como sugieren algunas lecturas superficiales de la realidad. El asunto es que los comportamientos colectivos tienen su propia dinámica y complejidad, y a la luz de las variables actuales, todo indica que no hay tal cosa como un “macroestallido social”, al menos en el horizonte inmediato. El cambio político, que cada día luce más probable, parece estarse incubando por otras vías.