Existen algunas frases, algunas expresiones o sentencias, que bien pudiesen llegar a contener, en breve síntesis, la obra entera de un pensador. En el caso de Marx, la afirmación de que “no es la conciencia del hombre la que determina su ser, sino, por el contrario, el ser social es lo que determina su conciencia”, pareciera contener, en lectio brevis, toda su filosofía, a pesar del hecho de que la vulgata marxista haya terminado por convertirla –de tanto repetir sin comprender– en una frase vacía, hueca, sin gracia y sin dignidad especulativas. Recitar de memoria frases sin tener la menor idea de lo que se dice no solo es contrario a lo que sostiene Marx en la citada sentencia, sino que, además, confirma la presencia, a lo largo de la historia del pensamiento, de una enajenada –y enajenante– tradición: la de banalización de aquellas ideas y valores que han contribuido decididamente en la construcción del devenir de los hombres hacia su condición civil.
¿Cuántas veces no se ha blasfemado con necio énfasis, y a expensas de Sócrates, sobre la genialidad de su “solo sé que no sé”? ¿Cuántas veces no ha sido mancillada la inconmensurable profundidad del “pienso, por lo tanto existo” de Descartes o la del “todo lo racional es real, todo lo real es racional” con la cual Hegel cierra el “círculo de círculos” de su “sistema de la verdad absoluta”? No siempre el repetir mil veces una expresión la convierte en verdad. En todo caso, corre el riesgo de perder la viva energía de lo auténtico –la “maravilla” de la que hablaba Aristóteles– para caer en las inexpertas manos –en el fondo, barbáricas– de la osada y ruin cotidianidad de lo puesto, de lo fijo, de lo muerto. La frase menos relativa del universo entero es aquella en la que Einstein afirma que “todo es relativo”, porque, para el genio spinozista, que todo ente sea relativo respecto de todo otro ente implica una inmensa concatenación de determinaciones y necesidades infinitas que nada tienen que ver con la simpleza de lo abstractamente relativo.
No hay ser sin conciencia de ser. La conciencia es la conditio sine qua non del ser, a pesar de que se pretenda –guiado por las fijaciones del prejuicio– considerar que una “cosa” sea el ser y otra “cosa” sea la conciencia. Tamaña desmesura: una “cosa” la realidad y otra “cosa” el pensamiento. Como si el pensamiento pudiese ser una cosa y no su hacer-se histórico. Y es así como el espíritu aparece como “algo” meramente contemplativo, como lo diverso de la acción, siendo que el espíritu es, en realidad, la actividad misma. Se cree que es un gran logro hablar de “deber ser” como de un desiderato, de un inexistente, de lo que no es pero “debería” ser, sin percatarse de que, al hacerlo, se está reivindicando lo que no debería hacerse ni ser.
El gran daño que le ha causado este régimen a Venezuela es este, más que cualquier otro: el haber reivindicado el desprecio por la formación cultural, por el saber, subestimando así su inteligencia. Para lo cual se dio a la tarea de levantar una auténtica mitología de anacronismos, construida con la arcilla del lugar común, el culto a la muerte y la violencia. De pronto, Zamora y “Maisanta” se transformaron en “ideales platónicos”. No más Andrés Bello ni Vargas ni Cecilio Acosta ni Gallegos, no más el espíritu civilista de los hombres de pensamiento, creación y libertad, sino un modelo que conduce directamente al malandraje, la escasez y el paludismo. El misterio revelado de la pobreza está en la ausencia de productividad material, intelectual, ética y estética. Está en la corrupción de su espíritu.
Por cierto, el espíritu es el resultado de la interacción de las “fuerzas productivas” de la sociedad que se han comprehendido, que se reconocen recíprocamente. Es la superación y conservación, simultáneamente comprendidas, del tú y del yo, la conquista de la compenetración en perspectiva del yo en el nosotros y del nosotros en el yo, el medium en el que un yo se comunica con otro yo y en virtud del cual ambos sujetos se configuran. Así, pues, el espíritu de un pueblo, su “totalidad ética”, es la unión de lo particular y lo universal, de lo privado y lo público, que se forma sobre la base de su recíproco reconocimiento. Si no se encuentran, si no se reconocen en medio de este inmenso caleidoscopio, de este enorme “salón de los espejos” que es la sociedad, simplemente no son, o son un ser abstracto, un ser sin determinaciones, la nada. Por eso mismo, el espíritu es, como dice Habermas, “la comunicación de los particulares en el medio de una universalidad que se comporta como lo hace la gramática de un lenguaje con respecto a los individuos que lo hablan, o como un sistema de normas con los individuos agentes, que permite la peculiar conexión que se da entre ambos”. En suma, el espíritu es el “universal concreto”.
Nada más lejano del espíritu que las vaguedades de la superchería. No hay aquí ni pollos desplumados ni chivos desangrados, ni tabaco ni “caña blanca”. A este punto del concepto de espíritu ya se han desvanecido todas las “cortes malandras”, porque han manifestado ser, ellas mismas, expresión de extrañamiento, de odio y división. El re-ligare –el volver a unir aquello que se ha escindido– es el llegar a sentir y comprender que “se juega para el mismo equipo”, el triunfo de la re-adecuación del ser y la conciencia. La epístrofe es la vuelta, la con-versión. El espíritu solo llega a ser en la inmanencia que lo dirige resplandeciendo como conciencia de sí mismo. Su marcha desde lo inmediato hasta el saber es, en tal sentido, su propia epístrofe.
Decía Bertolt Brecht –citado por Nelson Chitty La Roche– que “las crisis se producen cuando el tiempo viejo no muere y el tiempo nuevo no nace”. Un nuevo bloque histórico está por nacer. Por lo pronto, es tiempo de desechar ilusiones y falsas reliquias, de comenzar desde ya a reunir los fragmentos y poner en orden la tierra. No el ser sino el ser social, el ser consciente, determina la conciencia. Son los términos de la epístrofe, del espíritu que se sabe porque ha llegado a reconocerse a sí mismo.