Por: Rodolfo Izaguirre
Es algo inevitable: ¡todo lo que sube, baja! ¡Pero también es lo contrario! La escalera ofrece el mejor ejemplo: se la asocia desde luego a lo que asciende, a lo que permite comunicar lo de abajo con lo de arriba. Se dice que Mahoma vio una escalera por la que subían los justos en busca de Dios y otro tanto le ocurrió a Jacob cuando contó en el sueño los 72 peldaños que lo llevarían a conocer los seráficos aromas del cielo; lo que revela que el ascenso, además de físico, puede abrirse a las fatigas del espíritu. ¡William Blake pintó esa escalera! Gracias a la escalera logramos encontrarnos en su altura. Pero también podemos descender por ella, ir hacia abajo, caer, descubrir que existe otra escalera acaso con el mismo número de peldaños que soñó Jacob, pero que conducen a una vida secreta, subterránea en la que lejos de encontrar resplandores celestiales y al ángel que nos espera en lo alto serán las garras de algún rencor recóndito que nos arrastrará con violencia hacia otros abismos.
La escalera puede sustituirse por una cuerda, un árbol, andamios, equipos de alpinistas que faciliten subir, trepar o escalar muros y montañas. La película venezolana La escalinata, 1950, de César Enríquez, considerada erróneamente como un filme neorrealista, es un símbolo del ascenso o descenso social en una barriada caraqueña como consecuencia de los inicios de la industrialización del país.
La escalera es un vínculo entre el cielo y la tierra. Entre la vida espiritual y el nivel de lo terrenal. Asciende quien busca escapar de la grisácea normalidad de lo cotidiano. Sube quien aspira al saber y a mantenerse en la altura del conocimiento. Se afirma que somos nuestros propios peldaños; cada uno de nosotros es responsable de su propio escalón y, a veces, somos una escalera sin pasamanos. Pero en el país, en esta dura etapa bolivariana, no es posible ascender. No existe ninguna cuerda, árbol, escala por la que podamos trepar; ninguna escalera. No contamos con los peldaños de Jacob pero sí con escalones que nos conducen al sótano lúgubre en el que en la hora bolivariana nos encontramos después de haber conocido años atrás la alegría de respirar aires más libres y democráticos.
El régimen coloca escaleras para que nosotros los civiles, opositores o no, descendamos por ellas mientras el poder militar trepa por las suyas no en búsqueda del espíritu o de alguna trascendencia, sino impulsado por la avidez del dinero que escamotea al tesoro público. Un régimen que valiéndose de todos los recursos, trampas y maquinaciones trata de oscurecer a las universidades imponiendo el ingreso de estudiantes descalificados y excluyendo a los mejores. ¡En lugar de escalar, descendemos! En vez de subir, bajamos. Nos empobrecemos vertiginosa y escandalosamente; nos obligan a clausurar el pensamiento y las ideas; se nos niegan méritos académicos y merma nuestra dignidad; nos sentimos robados, escarnecidos, desmembrados del país que nos vio nacer. ¡No hay subida al cielo! Solo existen los vericuetos de un infierno de tráficos ilícitos al que hemos ido a parar buscando alimentos y medicinas.
El castigo de vivir bajo el agobio de un régimen militar intolerante y el exilio voluntario que ya ha dispersado a muchas familias, son dos presencias, que nunca existieron durante los cuarenta años continuos de cultura democrática que conocimos en la llamada “cuarta república”, pero que han regresado para protagonizar insensateces que afligen mi existencia venezolana. ¡Maestros, líderes políticos y sindicales, estudiantes y profesionales se han marchado! Pero la escalera bolivariana tiene rotos los peldaños y se han convertido en el símbolo perfecto del fracaso de un régimen que está precipitando su propia caída. ¡La demostración de lo que digo se evidenció claramente en la brutal paliza electoral del 6 de diciembre!