Todavía se llama Marvinia Jiménez. Y puedes conocerla o volver a verla poniendo su nombre en la red. De inmediato aparecerá el video que registra cómo ella fue golpeada salvajemente por una funcionaria de la Guardia Nacional. La uniformada la somete contra el piso y estrella su casco sobre su rostro. Marvinia Jiménez grita, trata inútilmente de defenderse. Ocurrió en febrero de 2014. Y no es posible ver esas imágenes sin que el ánimo cruja, sin que duela la respiración. Después del hecho, la víctima fue detenida, estuvo incomunicada, incluso llegaron a acusarla de “agresión”. Finalmente fue dejada en libertad, pero condenada a presentarse cada 45 días ante la autoridad. Ella es una parte de la historia que el gobierno quiere borrar. La memoria de los poderosos también es represiva.
No suele la fiscal general pronunciar su nombre. Tampoco su caso es citado con frecuencia por la Defensoría del Pueblo. Creo que jamás un patriota cooperante le ha hablado de ella a Diosdado Cabello. Marvinia Jiménez, como muchos otros, está guardada en el limbo, no tiene permiso para caminar por la historia oficial. Su caso, como el de muchos otros, no cuenta. Su experiencia no tiene validez. Su voz es ilegal.
En una sociedad donde el Estado se ha empeñado en hacer de la mentira un espectáculo, en transformar las noticias en segmentos de distracción, los ciudadanos terminamos aferrados de manera casi desesperada a los pocos fragmentos de realidad que podemos obtener. Las heridas son certezas. Repetir es una forma de resistir. Repito su nombre como si fuera un mantra: Marvinia Jiménez.
Pienso en ella ahora, y vuelvo de nuevo a escribirla, porque para mí emblematiza algo que no puedo olvidar, una parte fundamental de lo que realmente ocurrió el año pasado. Más allá del debate sobre si fue o no un error político el movimiento llamado “La Salida”, más allá de cualquier diferencia ideológica, es innegable que hubo en Venezuela un ejercicio de represión salvaje y desaforada, una legitimación inaceptable de la violencia, con complicidad institucional y una brutal impunidad. No solo reprimieron sino que, además, premiaron la represión y encima crearon una operación simbólica para convertir a las víctimas en verdugos. Es un procedimiento perversamente redondo. Es una narrativa que todavía pretende suprimir la complejidad de la historia.
El Ministerio Público, esta semana, ha pedido condenar a Leopoldo López. Es un clímax dentro la misma maniobra. E igualmente: más allá del debate sobre si el dirigente de Voluntad Popular debió o no entregarse, estamos asistiendo a un proceso viciado, absurdo, insostenible. La justicia se ha convertido en una ficción gubernamental. Forma parte de la marea comunicacional que desea imponer un relato en el que no hay funcionarios oficiales disparando en el centro de Caracas, el 12 de febrero de 2014. Un relato que solo señala a un monstruo manipulando a una multitud idiota y sin criterio, obligándola soterradamente a manifestarse en contra del gobierno. Un relato que sostiene que no hay represión ni torturas. Un relato que afirma que los muertos son responsabilidad de la oposición y que cualquier protesta es un acto terrorista.
Los argumentos que condenan a Leopoldo López son un atentado contra la racionalidad. Se asegura que “entre líneas” sus mensajes fueron un llamado a la violencia. Se asevera que sus palabras generaron una “euforia negativa” en la gente. Es un nuevo monumento nacional al absurdo. Establece la peligrosa premisa de que cualquier comunicación puede ser un acto subversivo. No importan los hechos, los testimonios. No hace falta investigar de dónde salieron los primeros disparos, qué detonó realmente el inicio de los trágicos sucesos. El cuerpo del delito ahora está en las palabras. Haz silencio. Los comisarios del lenguaje se encuentran en las calles.
Todavía se llama Marvinia Jiménez. Y todavía la imagen de su rostro golpeado no permite ninguna lectura entre líneas.