Por: Sergio Dahbar
Conocí a Gabriel García Márquez bajo el influjo de Tomás Eloy Martínez, en el año 1996, en Cartagena de Indias. Fui invitado por el Festival de Cine de esa ciudad de la costa colombiana. Y como casi siempre ocurre en sus calles calientes, cuatro días se convirtieron en una eternidad.
Participaba como jurado de la sección de Televisión y cierta noche, agotado de ver capítulos de series y telenovelas, recibí una llamada de Martínez, para que nos fuéramos a la celebración del cumpleaños del Premio Nobel de Aracataca. Se festejaba en un restaurant de la ciudad amurallada, en el primer piso de un edificio de la plaza Santo Domingo, que se llamaba La sartén por el mango.
No sé si a todos les pasaba lo mismo, pero yo estaba nervioso y aterrado con la sola idea de enfrentarme a Gabriel García Márquez y no saber qué decir. Entrar en aquel restaurant fue una proeza, porque era un local en forma de ele, pequeño, y además había una orquesta de son con el volumen a todo dar. Nadie oía nada.
Allí estaban algunos de los mejores periodistas vivos de muchos países que Gabo había convocado dos años antes para crear la Fundación del Nuevo Periodismo Iberoamericano.Era un sueño para formar a los profesionales del futuro, lejos de la modorra académica. Todos bajo la batuta del Emperador, como llaman sus amigos a Jaime Abello, el director ejecutivo de la Fundación.
Se hablaba en toda Cartagena que Gabriel García Márquez corregía Noticias de un secuestro, ante su inminente lanzamiento. Allí pude comprobar que no se trataba de un mito, sino que realmente Gabo se encontraba en una suerte de mezzanina, marcando las pruebas una y otra vez.
La presencia de sus amigos, de la familia, de gente que vino de lejos para verlo, logró en algún momento de la noche hacerlo bajar, como un Dios que desciende a la tierra. No tanto porque él se asumiera como tal, sino por cómo lo percibía la gente. Fue impresionante observar cómo se abrían paso para acercarse al ídolo, con una reverencia y un respeto alucinantes.
Muchos años después volví a encontrarlo, pero esta vez como maestro de uno de los talleres para editores de la Fundación. Fue un fin de semana irrepetible, que ninguno de los editores pudo olvidar. Horas intensas en las que habló de lo que debía importarle a un periodista para hacerle justicia al oficio más bello del mundo.
Una de las noches del taller salimos a cenar todos juntos, como era costumbre. Otra vez fuimos al restaurant El sartén por el mango. Ya la comida había pasado y con unos tragos, la conversación se animó. Éramos aprendices de magos ante el mayor presdigitador de la tribu.
Allí confesó Gabo que una de las peores cosas que le habían ocurrido en la vida era justamente lo que yo había visto la noche de su cumpleaños: el efecto de la fama. Era una felicidad que había amargado su vida. Porque a partir de ahí ya nadie se acercaba con ingenuidad. El Premio Nobel tenía un don muy agudo para advertir a los oportunistas que deseaban sacarle algún provecho.
Esa noche la cena se acabó abruptamente, cuando Gabo advirtió que uno de los editores, con más curiosidad o desfachatez que los otros, preguntaba y preguntaba. En un momento lo miró fijo y le dijo: “Tú estás haciéndome una entrevista. ¡Que mierda!’’. Y desapareció como se rompen las olas más bravas.
Regresé a Cartagena en 2010, como jurado de la FNPI. Una noche salimos a cenar todos los jurados, el grupo ejecutivo de la Fundación, junto con Gabriel García Márquez y Mercedes Barcha. Ya en ese momento la memoria de Gabo había comenzado a jugarle malas pasadas. Y no tenía en los ojos la ferocidad de aquel animal herido que descubrió al periodista intentando entrevistarlo en medio de la cena.
Alguien mencionó en voz baja esa noche, en la sobremesa, que los intentos para que Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa limaran las diferencias del pasado y cerraran el episodio que los distanció con un abrazo, se agotaban. “Es una lástima’’, concluyó alguien.
De repente, sin que nadie lo esperara, oímos la voz de Gabriel García Márquez.
-¿Y quien es Mario Vargas Llosa?
Quise creer que vi en sus ojos aquella picardía costeñas que nadie podía olvidar después de conocerlo. En ese momento me hubiera gustado leerle unas palabras que eran suyas y que hoy ya son universales.
“Aturdido por dos nostalgias enfrentadas como espejos, perdió su maravilloso sentido de la irrealidad, hasta que terminó por recomendarles a todos que se fueran de Macondo, que olvidaran cuanto él les había enseñado del mundo y del corazón humano, que se cagaran en Horacio y que en cualquier lugar en que estuvieran recordaran siempre que el pasado era mentira, que la memoria no tenía caminos de regreso, que toda primavera antigua era irrecuperable, y que el amor más desatinado y tenaz era de todos modos una verdad efímera’’.