Por: Soledad Morillo Belloso
Setenta años han transcurrido desde aquel día. Cuando los aliados llegaron, no podían dar crédito a lo que veían. Aquello era un infierno, un espacio poblado por cadáveres y cuerpos que asemejaban fantasmas. Aún hay sobrevivientes de aquel horror. Gentes que tienen aún el coraje para pararse frente a un micrófono y una cámara y narrar lo ocurrido. Pero para los familiares de aquellos seres humanos que fueron secuestrados y masacrados, no hay cómo penetrar en la selva de espantos y olvidar. De hecho, no quieren olvidar, porque hacerlo sería traicionar, masacrar de nuevo.
He leído casi todo lo que se ha escrito sobre el tema. He visto una y otra vez muchas películas, series, documentales. Y sigue sin caberme en la mente cómo es posible que la humanidad haya sido capaz de semejante falta de humanidad. Auschwitz fue sólo uno de los muchos campos de concentración y exterminio instrumentados no sólo para llegar a la “solución final”, que perseguía la extinción, el exterminio, la desaparición total de aquellos a quienes unos salvajes con poder clasificaron como “indeseables” y por lo tanto “prescindibles”, sino para hacerse de millones en activos.
Amersfoot, Arbeitsdorf, Auschwitz, Belzec, Bergen Belsen, Bredtveit, Breendonck, Buchenwald, Budzyn, Chelmno, Dachau, Drancy, Dora Mittelbau, Esterwegen, Flossenbuerg, Grini, Gross Rosen, Gurs, Gusen, Horseroed, Janowska, Jasenovac, Kaiserwald, Koldichevo, Lagedi, Majdanek, Maly Trostinek,Mauthausen,
Aquello fue un muy lucrativo negocio. Eso lo hace todavía grave. En esos espacios del terror hubo ahogamientos masivos, asesinatos colectivos en camiones con sus partes de atrás herméticas para asfixiar a los reos, en cámaras de gas y en cámaras cuyo suelo metálico era electrificado.
También era práctica usual la matanza de prisioneros por ahorca, estrangulación, empalamiento, garrote vil y despeñamiento. Hubo muertes por fuego provocado o bombas lanzadas en recintos que eran cerrados a cal y canto con gente adentro. Mataron seres humanos desnudándolos, mojándolos con agua helada y atándolos a árboles en el crudo invierno. A muchos de esos los cortaban para que el olor de su sangre atrajera animales cuya piel era apreciada y cotizada. Asesinaron gente a latigazos, balazos, martillazos y de hambre y sed. Miles murieron en fusilamientos masivos. Cientos fueron utilizados como conejillos de Indias para experimentos físicos, genéticos y psicológicos brutales, inhumanos y degradantes. La lista de torturas fue interminable. Antes de desechar o carbonizar los cuerpos, les arrancaban los dientes de oro. No les bastó con saquear sus pertenencias y echarlos de sus casas. Baste leer los legajos de los juicios de Nuremberg.
Judíos, comunistas, gitanos, negros, personas con cualquier tipo de discapacidad. Por años se habló de seis millones. Hoy se cuenta con claros indicios de que fueron más, muchos más. En pleno siglo XX, muchos más millones miraron para otro lado mientras esto ocurría. Esa indiferencia potenció el horror. Han pasado siete décadas desde la liberación de Auschwitz. El dolor está en carne viva. Intacto.
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