Por: José Rafael Herrera
contineri minimo, divinum est”.
F.Hölderlin
La casi total hegemonía totalitaria ejercida por la ratio técnica durante, por lo menos, los dos últimos siglos, ha convertido en algo “natural” la presuposición de que la así llamada “metodología” es la única forma posible -y plausible- de conquistar “científicamente” la verdad, al punto de sustituir la acción viva del pensamiento por semejante ideología, sometiéndola -a ella, a la acción de pensar-, a su fe, a su única “verdad”: el dogma. Pensar no es partir de técnicas, matrices de opinión, instrumentos o esquemas previamente diseñados y constituidos para, a partir de ellos, abordar la realidad. Una realidad, por cierto, que, de igual modo, se presupone, prejuiciosamente, como un “algo” ajeno y opuesto al pensamiento, devenido etiqueta.
Vivir quiere decir pensar, afirmaba, no sin razón, T.W. Adorno. O, inversamente, no pensar es morir. A medida que se abandona el esfuerzo de pensar y la flacidez del hábito o de la costumbre -siempre instintiva, automática, instrumental- se apodera de las sociedades, el dominio social y político se hace inminente. De hecho, la acción de pensar es el antídoto más potente contra las tiranías. Sin pensamiento no hay posibilidad alguna de saber, sólo quedan las estériles constataciones y, permaneciendo en ellas, sólo se obtiene la parálisis positivista, desapareciendo, así, la posibilidad de avanzar hacia la verdad.
Por ahora la no-verdad gobierna. Padecemos -somos víctimas- de este estruendoso y chocante imperio de la no-verdad. De hecho, el lenguaje de la no-verdad es el lenguaje propio de toda (fantástica) religión de Estado. Piénsese, por ejemplo, en el estereotipo de “la guerra económica”, o en la promoción de la matriz de opinión según la cual la violencia, presente en las “zonas de paz”, es generada por “la derecha fascista”, “los empresarios” y los “paramilitares”. O que el problema del Esequibo es culpa de las petroleras, de las cuales, por cierto, son socios los miembros de la Nomenklatura.
Las constataciones que se ofrecen son sólo inmediatez efectista: se percibe sólo lo que, simplemente, ‘está ahí’, frente a los sentidos, irritados ante al absolutismo decadente de un rojo sangre que enceguese, ensordece y provoca náuseas. Nada más superficial que reducir la historia de una Nación a la historia de sus “héroes”, particularmente de sus héroes militares -¡y no de todos, por cierto!-, dejando por fuera el trabajo, el sacrificio, la dedicación cotidiana del universo civil, de los empresarios, los políticos, los intelectuales, los científicos, los profesionales, los técnicos y los trabajadores. Nada más falso que el “bolívar fuerte”; que la supuesta equidad (sin calidad) en el sector universitario; que la mórbida idea -militarista, de principio a fin- de querer controlarlo todo. Y cabe recordar el hecho de que, en la historia de la humanidad, los controles, siempre, han generado corrupción.
Frases huecas, esquemas anacrónicos, repetición de viejas mentiras, sólo útiles a los jerarcas del fascismo y del stalinismo. Se vende una esperanza que no llega y no llegará. Se promueve la idea de que sólo con “ellos” puede haber viabilidad, paz, convivencia, en un país que han (des)hecho hasta el paroxismo, plagado por las pestes intolerantes de un “modelo” inviable; un país violento, atemorizado e inseguro como nunca antes, que “vive” en permanente hostilidad y agresión, al punto de que sólo respirar causa horror. Es el país del no-pensamiento, de la negación del pensamiento, de la pobreza material y -sobre todo- espiritual. El país de la cultura de la muerte. Y no hay tiempo que perder: hay que superar esta suerte de ‘rudis indigestaque moles’, como la llamaba Ovidio, esta ‘ruda y desordenada mole’ en la que se nos ha transformado la realidad.
Ya no se trata de un lado del país o del otro. La idea misma de ‘oposición’ al régimen se ha vuelto problemática, especialmente para el régimen y, en última instancia, para ciertos sectores opositores trasnochados, que se han quedado en el discurso del odio frente a los padecimientos de una población ávida de reconocimiento. La etiqueta de ‘el enemigo de clase’, el ‘anti-revolucionario’, se ha vuelto sólo eso: una etiqueta, porque la propia idea de revolución ha quedado manifiestamente devaluada, en las manos ensangrentadas de una camarilla de poderosos intereses financieros que mantienen secuestrado a un país que, hoy por hoy, ha comenzado a pensar y que, por ello mismo, está decidido a dar un salto cualitativo. El chantaje de que un gobierno de las fuerzas democráticas sería un desastre para los intereses de la mayoría ha sido objetivamente derrotado por sí mismo, esto es: por la propia y cruda realidad.
Ha llegado el momento de elogiar al pensamiento y abandonar los prejuicios, la mecanización, el instinto barbárico, las pre-disposiciones, en fin, las maquetas y, con ellas, los íconos de cartón piedra. El caudillismo, la idea misma de “lider”, el contrabando de símbolos y pre-conceptos que han terminado por arraigarse entre tirios y troyanos. Durante mucho tiempo, un grueso sector de la oposición llegó a sentir orgullo al autodefinirse como “escuálido”, sin detenerse a pensar en su significado. Por fortuna, la fuerza de los hechos ha demostrado que los únicos escuálidos que quedan son los miembros de un cartel de reaccionarios que, aún manteniendo las riendas del poder político, perdió la calle, perdió el consenso, perdió toda credibilidad y legitimidad.
Hoy piensan más y presuponen menos los que hacen enormes colas para poder adquirir los productos de la cesta básica; los que ven sus sueldos hacerse agua en los bolsillos; las víctimas del malandraje; los que ya no pueden ir a la consulta médica, pagar una buena educación para sus hijos o salir a pasear el fin de semana con la familia. En medio de la lúgubre oscuridad de las ciudades, entre rejas, cercos eléctricos y alarmas, los venezolanos han aprendido a pensar que el valor de la libertad, en todos sus ámbitos, no tiene precio. Han aprendido a pensar que el poder político y social no puede enajenarse; que son los más capacitados y los decentes quienes tienen que ejercer las funciones adecuadas a su especialización. Pero, sobre todo, que la vida rentista, pasiva, receptora, no productiva, es una desgracia que atenta contra la prosperidad, la paz, la justicia y la libertad.
@jrherreraucv