Por: José Rafael Herrera
No sin interés, quien escribe ha releído las páginas del interesante texto del profesor Enzo del Búfalo, titulado Dos ensayos radicales, editado por la Facultad de Ciencias Económicas y Sociales de la UCV en septiembre de 2001, es decir, cuando “esta cosa” (dieser sache, la llamaría Hegel, por supuesto, en buen sajón) que nos ha tocado padecer tan intensamente en los últimos años apenas comenzaba. Nadie podrá acusar de derechista o reaccionario al profesor Del Búfalo, por cierto. Quien lo conoce sabe bien que es un pensador de avanzada, de auténtica vanguardia. Pero, sobre todo, sabe que es un científico social caracterizado por la adequatio spinoziana, un coherente estudioso de esos que piensa lo que dice y que hace lo que piensa. Un apartado del primero de sus Dos ensayos radicales llama poderosamente la atención del lector atento, dada la indiscutible vigencia que contiene, y que lo impulsa a descubrir –y, cabalmente, a describir– el diagnóstico clínico de este sospechoso morbo de la ideología llamado “socialismo del siglo XXI”.
El denominado “conocimiento de oídas o por experiencia” habitúa identificar el pensamiento socialista clásico con los male-detti “socialismos reales” que, en realidad, poco o nada tienen que ver ni con sus orígenes ni con sus motivaciones. Lo primero que conviene hacer, en estos casos, es desechar los prejuicios, las presuposiciones, en fin, los supuestos propiamente dichos, a fin de comprender cómo surge, objetivamente, un determinado pensamiento a la luz de sus circunstancias históricas, las cuales no pueden ser mecánicamente desplazadas de un tiempo a otro, ni de un contexto a otro, a menos que se pretenda constituir en un dogma, en una “religión positiva” o, en última instancia, en una “Iglesia invisible”, como la denominaba Kant. Y fue eso lo que inspiró al llamado “marxismo oriental”, esto es: la conversión de un pensamiento en una vulgar doctrina sin espacio ni tiempo, en un dogma, apto para la dominación, la esperanza y, en el fondo, el temor. Fue Marx quien por primera vez planteó la necesidad de construir una “lógica específica del objeto específico”, y no una “goma” –una fórmula– que, de tanto masticarse, se transforma en un “chicle” que se estira y encoge de acuerdo con ciertos y muy particulares intereses. La “lógica específica del objeto específico” apela a la historia, a una realidad determinada y no a las vagas abstracciones propias de una seudocultura que termina en el peor de los misticismos. El socialismo es diverso y depende de su espacialidad y temporalidad. Pero, además, no todo socialismo tiene que estar, de plano, identificado con la filosofía de Marx.
Es verdad que Marx nutrió su peculiar modo de concebir el socialismo de sus antecesores, es decir, de los llamados socialistas utópicos. Pero conviene advertir que fue el propio Marx quien los calificó de ese modo, justamente por presentar esta característica en común, a saber: su ausencia de historicidad, de determinaciones históricas, lo que, por cierto, tipifica el modo de pensar inherente al “racionalismo” de la cultura francesa poscartesiana. Y sin embargo, para Marx, el socialismo de los utópicos poseía un elemento clave, esencial, que lo diferenciaba de las filosofías políticas tradicionales, y que bien valía la pena reivindicar: su condición cosmopolita. De hecho, concebía el socialismo como una formación social en extremo cultivada, en la que el Estado cedía su paso, cada vez más, a una sólida y robusta sociedad civil, plena de hombres autónomos en sentido kantiano, una sociedad no heterónoma, cabe decir, sin controles ni “tutores”, sin gendarmes ni sargentones, sin funcionarios que dictaran en interminables “cadenas” las “reglas del juego” de cada día. En síntesis, una sociedad de personas maduras, lo suficientemente educadas para asumir sus propias decisiones y, consecuentemente, sus propias responsabilidades. En ese tipo de sociedad no solo desaparecen los Estados nacionales, sino también las fronteras. Marx mismo se autodenominaba “ciudadano del mundo”. El socialismo de Marx es un socialismo sin naciones, sin fronteras, sin límites, porque ese tipo de organización política genera discriminación e injusticia social e individual. Todo lo contrario del militarismo. El más radical rechazo del militarismo nacionalista.
“El fascismo –observa el profesor Del Búfalo– es el socialismo nacional: una socialización parcial del capital en la forma de Estado interventor y promotor de grandes monopolios estatales y privados” en la que “no solo desaparece el capital individual, sino que se establece en todas las relaciones de poder un compromiso inestable entre las viejas figuras del capitalismo liberal y las nuevas, propias del capitalismo socialista”, todo lo cual no solo promueve la intervención del Estado en todo, sino que, al mismo tiempo, reivindica la figura de un “líder supremo”.
En síntesis, socialismo nacional, o más propiamente dicho, el fascismo, no solo tiene sus raíces en el “partido jacobino” sino que no se diferencia del “partido leninista”. Y es sobre la base de semejantes premisas que surge, por cierto, un movimiento centrado en la administración del movimiento social, y especialmente en el movimiento de los trabajadores, del sector productivo de la sociedad. Cambio que no solo es la negación abstracta de la auténtica concepción elaborada por Marx, crítico de las más diversas formas de llamado socialismo de su época, sino que es, en consecuencia, la negación misma de la conformación de la justicia social y de la autonomía y de la libertad, toda vez que representa la forma propia de la imposición por la fuerza y del dominio absoluto de los ciudadanos, el estricto control del ser y la conciencia social e individual.
Lo que se pretende promocionar y vender como socialismo del siglo XXI sigue, en sentido estricto, los presupuestos ideológicos característicos del fascismo. Sus exclamaciones sobre “la patria” y sobre los intereses de la nación. Su continua intervención y “control” del aparato productivo. La abierta construcción de una sociedad militarizada –esos llamados caudillescos a la “fusión cívico-militar”–, obediente y no deliberante. El empeño por aplastar la opinión pública en nombre de los “supremos intereses” del Estado. Muestras “claras y distintas” de su condición “socialista nacional”, de aquello que el iracundo esbirro de Adolph Hitler dio en llamar “nacional-socialismo”. Queda, no obstante, por precisar la presencia de los estrechos –y ya inocultables– vínculos históricos, no solo con el estalinismo y el maoísmo, esa suerte de hijos ilegítimos de las formas típicamente fascistas de gobernar, sino, más específicamente, con su “modelo” caribeño, cuyo “aporte” más nítido ha sido, hasta el presente, su decisiva –y sin duda atroz– alianza con las formas contemporáneas del crimen organizado y la promoción de una sociedad centrada en la ignorancia y la barbarie, en y para la malandritud.