El segundo hijo de la señora Scull – Soledad Morillo Belloso

Por: Soledad Morillo Belloso

Seguramente hay un gentío con el alma apachurrada por la partida de Jorge Scull. Muchos, como yo, alternan la lloradera con algunas cuantas carcajadas. Es imposible pensar en Jorge y no sonreír. Hay una miríada de anécdotas que narrar sobre un hombre que fue, para decirlo en buen venezolano, un tipazo.

Jorge tenía una memoria privilegiada. La usó a lo largo de su tan destacada carrera profesional. Conocía de nombre, apellido y señas a todas aquellas personas con quienes trató. Y era arepa. Conocido por todo el mundo y extremadamente popular. Y esa magnífica capacidad para archivar recuerdos le sirvió para crear puentes entre familiares, amigos, compañeros de trabajo, clientes, gente de los medios, periodistas y una larguísimo etcétera. Jorge era inolvidable porque él no se olvidaba de nadie.

Tenía mucha clase y donaire. Y estilo. Y labia. Y un magnífico sentido del humor. Nunca ejercitó el pobrecitismo. Ni siquiera cuando me decía que él, nacido en Cuba, vivía ahora la pérfida pérdida de su segundo país. Nunca dejó de ser cubano pero fue tan venezolano como si la señora Scull lo hubiera parido al mediodía en plena Plaza Bolívar de Caracas.

De su carrera como eje de la publicidad en Venezuela podría escribirse un enjundioso ensayo. Las marcas que manejó se convirtieron en líderes del mercado y referencia nacional e internacional.  Para él sus clientes eran sus socios y amigos, no meros contactos de negocios. Sin embargo, a pesar de su mucho lustre, nunca se sintió el papá de los helados y jamás fue egoísta con sus muchos éxitos. Era hombre de hacer equipo.

Cuando no se había inventado la globalización, ya Jorge era global. Un hombre cosmopolita. Con una impresionante habilidad para conectarse con un mundo que con gran entusiasmo miraba cambiar y transformarse.

No tenía empacho alguno en mostrar sus sentimientos, fueren pesadas angustias o incontrolables ataques de alegría. Pocas veces lo vi bravo y nunca enfurecido. Su vida fue perfectamente imperfecta. Intensa. Exagerada. La vivió a tope. Quiso muchísimo y fue muy querido.

Cuando lo extrañemos, pensemos que a donde fue lo recibieron con aplausos y él agradeció con una espléndida sonrisa. Y allá está en su segunda vida. Así que sequemos nuestras lágrimas y hagamos acopio de nuestras buenas memorias con él. Que él no querría que nos hundiéramos en el llantén. Por el contrario, diría “reiditos nos vemos más bonitos”.

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