Por: José Rafael Herrera
Como se sabe, las sociedades no son entidades fijas. La historia de los pueblos va marcando, paso a paso y a lo largo de su decurso, su perfil característico, la tipificación de su “esencia”, es decir, del conjunto de sus relaciones sociales y, por supuesto, de su destino o “fortuna”. Comprenderse quiere decir reconstruir el propio proceso de formación, la propia historicidad. Por más frondoso que pueda llegar a ser, el árbol siempre será el resultado del laborioso trabajo de una semilla que, al negarse a sí misma de continuo, se transforma, muere para renacer, hasta alcanzar su objetivo: ser un árbol. Pero la semilla siempre va por dentro, le es inmanente al árbol a cada paso de su trayectoria. Ni los piratas de las islas del Caribe, ni los llaneros venezolanos, ni los gauchos de las pampas argentinas nacieron de la nada. Como tampoco nació de la nada esa suerte de extraño –y, visto en sus detalles, bastante adulterado, para no decir truculento– “socialismo” que hoy impera en prácticamente toda la variada geografía de la América Latina. No sin cierto atrevimiento, se pudiese afirmar que el semen –precisamente, la semilla– fundacional del actual “lumpen-socialismo” criollo fue plantado por el mestizaje del llano venezolano –seguidores de Boves y luego de Páez–, después de Carabobo. “Conócete a ti mismo” quiere decir, en realidad, que, para poder conocer, el conocimiento tiene que asumir el penoso trabajo de conocerse a sí mismo, hasta conquistar su re-conocimiento. Para saber acerca del árbol es menester preguntarse por la semilla.
Por cierto, el cultivo de la más crasa empiria, adornada de rebuscadas fantasías, transfiguradas en fetiches, definen al actual lumpen-socialismo latinoamericano: se trata de una mezcla no muy disímil de las prácticas habituales de ciertas sectas en boga, cuyo propósito consiste en adorar lo muerto. De hecho, el culto por lo muerto, devenido “naturaleza”, se ha convertido en una de las formas principales de comprensión de la América Latina. Se busca en el más allá lo que no se tiene en el más acá. Y el más allá –su mito– sirve así de mascarada justificadora de aquello de lo cual se es carente, de lo falto, de lo que se adolece. De ello da cuenta una dilatada tradición que, quizá, sea el resultado del llamado “encuentro de culturas” que se pretende ocultar, siempre bajo la batuta orquestal de una civilización de corte orientalista, como su gran promotora. Y es que Oriente es, en efecto, el sustrato ideológico y, a la vez, el gran “telón de fondo” de este drama contemporáneo: llega por una España de contrarreformas, pero también llega desde África y, por supuesto, desde aquello que la prepotente ignorancia suele designar con el nombre de “resistencia indígena”. De Oriente está marcada la América Latina, por lo menos, en dos momentos esenciales de su historia: durante el período fundacional y a comienzos del siglo pasado.
Si algo caracteriza al espíritu orientalista es la determinación de su carácter. Una vez adquirido, difícilmente lo cambia. No abandona el camino tomado. Más bien, lo que está fuera del camino elegido “no existe”, es “la nada”, y todo lo que perturba su marcha se le vuelve hostil, hasta que logra su liquidación total. Para él –para el espíritu orientalista– el poder absoluto define su ser, la estructura de lo que concibe como la igualdad. La relación del tú y del yo sólo la media ese poder absoluto. No admite nada que no sea dominado o que no se deje dominar. No sabe de consensos ni de diálogos. La diferencia, simplemente, tiene que ser anulada.
El culto a la muerte es inherente a estas formas de concebir las relaciones sociales y políticas, precisamente por el hecho de que la historia cede su puesto a la memoria, interpretada como un sepulcro, como el depósito de las osamentas, de lo muerto. Murmurar oraciones vaciadas de contenido, convertir la cotidianidad en gusto por la sumisión y la reverencia –“gloria a los caídos en la lucha”–, congregar a los “fieles” y hacer ceremonias por “lo que está escrito”. La humanidad, esperanzada, convertida en objeto, o más bien en cosa, en pieza de un gran museo de cera, bajo la amenaza del holocausto malandro y de sus hogueras, regida enteramente por algo ajeno, por el que ya no está, pero sigue “vivo”: el muerto “vivo”.
La época de las fantasías, de las profecías y de su sacerdocio. El gran templo –la entrada al Hades– queda allá, en la montaña, en el cuartel. La escena de la liturgia está prescrita. Sólo queda el refugio hacia lo interior, hacia el sí mismo. Una vida interna y separada de la externa, que ya no posee su objetividad fuera de sí mismo, porque es incapaz de representarla. Escindidos, pues, se llevan dos vidas: la de la impotente privacidad frente al canal de la televisión internacional y el claustro del temor en el que ha devenido el hogar. Y la otra, la del sometimiento y la resignación ante un poder que ha sido concebido como amenaza. Lo muerto, así, es señalado por los sacerdotes –en realidad, sátrapas, ruines siervos de los intereses de un sistema despótico y corrupto– como la fuente misma de lo viviente, aunque sea precisamente lo contrario.
Las revoluciones siempre son precedidas por una revolución silenciosa, secreta, que anida en el espíritu de un pueblo hasta hacerse época. Es una revolución invisible a simple vista y es especialmente difícil de observar para sus contemporáneos. Tarea ardua y compleja su caracterización. Pero su desconocimiento hace que los seres humanos se asombren ante sus resultados y que aparezca ante ellos como una suerte de “cortocircuito” en el sistema, un fenómeno extraordinario y que se presentó por azar. No es fácil sustituir un modo de vida por otro. No cambia la realidad como cambiar de ropaje. Si se pretende cambiar radicalmente el modelo que se ha venido formando y conformando con los propios orígenes de un determinado ser social, es necesario emprender una labor de educación intensa, innovadora, situada por encima de las técnicas y las estadísticas. Una auténtica revolución espiritual, silenciosa pero firme y sostenida, capaz de constituir una nueva cultura, lo suficientemente poderosa para poner fin al sacerdocio orientalista de lo muerto y recuperar el significado más hondo del espíritu republicano: la resistencia del no, la fuerza de lo negación, la libertad propiamente dicha, como la más elevada expresión estética, y verdadera de la humanidad.