Por: Sergio Dahbar
Cuando era niño, me desperté alterado una noche porque mi cama se movía. Tardé segundos en darme cuenta que flotaba sobre agua, como si estuviera encima de una balsa a la deriva. Mis padres habían salido de casa esa noche. La muchacha que me cuidaba vino en mi auxilio y me traslado en brazos a la cocina.
Desde allí subimos por gabinetes, neveras y lavadoras hasta la tarraza de la casa. Toda la urbanización parecía un lago. Había agua por todas partes. La tormenta había arreciado toda la noche, se habían abierto las compuertas de un dique cercano y el río finalmente se desbordó sobre la urbanización donde yo vivía.
Fue una experiencia traumática. Primero me subieron a un autobús y pasé varias horas -hasta la madrugada- dando vueltas con otros niños y adultos por una ciudad fantasma, mientras aparecían mis padres, que a esa altura del amanecer estaban desesperados.
Mi padre había nadado por las calles principales tratando de llegar a nuestra casa, pero era imposible porque había postes de luz que se habían caído y la electricidad te podía matar.
El encuentro borró una mala noche de lluvia que arrasó con todo lo que teníamos en casa. Tuvimos que mudarnos mientras volvíamos a acondicionar pisos y muebles para habitarla de nuevo. Crecí, regresé al colegio, pasaron muchas otras cosas en mi vida, pero siempre quise entender qué había pasado aquella noche imborrable.
Un amigo de mis padres me explicó que los ríos nacen con sus destinos marcados, como los seres humanos. Nunca es bueno por eso modificar el curso madre de un río. Pero los urbanistas no siempre respetan la naturaleza. Sobre todo si hay un buen negocio inmobiliario en unas manzanas por donde cruza un río.
Mientras escuchaba a John Carlin hablar de su libro Pistorius, recordé –como quien encuentra una moneda de su infancia en una fuente- el episodio del río y de cómo en medio de una tormenta aquel hilo de agua se rebeló y regresó al curso madre.
Pistorius nació con una dificultad física que hubiera podido tratar con operaciones. Su vida transcurriría con obstáculos, pero sería normal con limitaciones. Tal vez requeriría usar silla de ruedas.
Pero el amor de su madre se empeñó en verlo como un ser humano sin problemas. Modificó su imagen corporal a los once meses, con una mutilación severa, para que más adelante las prótesis modernas lo ayudaran a progresar. Jamás permitió que nadie mencionara que no era capaz de lograr cualquier reto.
Así creció Oscar Pistorius. Más parecido a un dios griego o a un personaje de Shakespeare, que a una persona común y corriente. Se acostumbró a negar verdades dolorosas. Por ejemplo, que su madre era alcohólica o que había nacido con un trauma severo.
Su vida fue la búsqueda de un desafío imposible. Lo logró. Alcanzó la gloria absoluta al ganar los Juegos Olímpicos contra atletas sin discapacidades. Y encontró a la mujer de su vida, una modelo soñada, Reeva Steenkamp.
Para Carlin buena parte de Sudáfrica corría junto a Pistorius para escapar de un pasado atroz. Querían que el héroe de las piernas de titanio los condujera al mejor futuro posible.
La noche de San Valentín de 2013 Oscar Pistorius, rutilante en el Olimpo de los triunfadores, asesinó a su novia, al confundirla con ladrones. El sueño duró 26 años. Como escribió un guionista de Hollywood, “a veces uno encuentra su destino en el camino que tomó para evitarlo’’.
Para los griegos, hibris es sinónimo excesiva confianza en uno mismo. Creo que fue Eurípides quien dijo: “Aquel a quien los dioses quieren destruir, primero lo vuelven loco’’. Al leer el libro de Carlin me di cuenta que todos nos parecemos en algo a Pistorius. Todos queremos mejorar lo que podríamos ser.