Por: Jean Maninat
Con la abdicación del rey Juan Carlos fenece una época donde los líderes aportaban -para bien o para mal- una cierta aureola de heroísmo, de empeño por realizar grandes empresas, de cambiar el curso de los acontecimientos, de fortalecer la democracia en el planeta, esquivando el “zapatero a tus zapatos” que implica gobernar por oficio para sus gobernados, cerrando los ojos frente a lo que pasa más allá de sus fronteras. Willy Brandt y Helmunt Khol, Margaret Thatcher y François Mitterrand, Ronald Reagan y Olof Palme, el papa Juan Pablo II y ese joven prodigio político que fue Felipe González; a pesar de sus diferencias ideológicas -entonces la ideología tenía un peso enorme- supieron atisbar su papel histórico más allá de las comarcas que gobernaban. La caída del comunismo soviético en mucho se debe a su sentido de responsabilidad histórica, a la perseverancia de quien sabe que la política es un laborioso tejido de ires y venires y no la repetición automatizada de buenos deseos y consignas obvias. Tenían ante sí un poderoso y expansionista sistema totalitario, el comunismo, plantado en casi todos los continentes.
El rey Juan Carlos maduró como gobernante -tras la muerte de Franco, quien lo ungiera- en medio de tan exigente elenco y bajo el ambiente opresivo de la guerra fría. Tuvo su bautizo de fuego, literalmente, el 23 de febrero de 1981 (pareciera que salvo para los enamorados febrero es un mes fatídico) cuando un grupo de militares intentaron dar un golpe de Estado. Su emblemático y duradero símbolo es la fotografía del teniente coronel Tejero (¿por qué siempre un teniencillo?), pistola en mano asaltando la sede del Congreso. En su extraordinario libro Anatomía de un instante, Javier Cercas, relata el complejo entramado que precedió el intento, donde al parecer participaron políticos de varias “sensibilidades”, como gustan decir en España, bien sea activamente o haciéndose los locos. Fue el Rey, quien tuvo el suficiente empuje para pararlo y salvar la incipiente democracia. Como señala Cercas en un artículo de hace unos días, era al fin y al cabo: “el jefe simbólico del ejército y el heredero de Franco”.
Para el mundo, el rey Juan Carlos ha sido también un símbolo de la democracia, un batallador tranquilo, poco dado a los gestos heroicos, a los desplantes histriónicos que tanto gustan en Iberoamérica: en la derecha como en la izquierda, en el centro y en el medio del centro; son muchos los políticos y las políticas que parecen hablar para los espejos de la historia, con voces engoladas y rostros en éxtasis, como si estuvieran levitando permanentemente hacia los cielos. Un simple ¿por qué no te callas? hizo trastabillarle la lengua al difunto rey de los histriones.
Pero, sobre todo, ha sido un hombre que supo acercarse a las aceras, encantar al común de los mortales. Por supuesto, hizo lo que también corresponde a un monarca en la globalización: puso su inmensa simpatía al servicio de las empresas españolas; no miró con atención los negocios que sus más cercanos hacían en sus narices; y representó con apetito y entusiasmo el papel de noble cosmopolita que sabe que cada estación del año tiene su deporte asignado. Incluso, el de cazar paquidermos narcotizados. Y ciertamente, ayudó aumentar el tiraje de la revista Hola.
Con la abdicación, su último acto como rey de España, se reencuentra con el joven monarca que contribuyó a cerrar el bostezo franquista permitiendo la incorporación de España a la modernidad en base al diálogo democrático entre todos los sectores. Su legado se cierra donde comenzó: fortaleciendo el rumbo democrático y renovador en una España que una vez más va de traspiés en traspiés a la búsqueda de su definitiva identidad. Y lo ha hecho con la sencillez y bonhomía, el valor y la responsabilidad histórica, por la que tantos plebeyos y sudacas de toda laya lo hemos admirado con afecto. Los Juancarlistas nos alegramos por él.
@jeanmaninat