Por: Alberto Barrera Tyszka
Una mujer camina por la calle con cara de angustia, mirando hacia todos lados. Carga un bebé dormido en el brazo izquierdo. Su mano derecha alza un récipe médico. No quiere plata. Solo quiere que alguien le compre unos remedios. El problema no es solo encontrar lo que se busca. Después viene la tragedia de no tener con qué pagarlo. Poco a poco, lentamente, quizás todos terminemos ejerciendo alguna forma de mendicidad.
Para los que tenemos la imaginación económica corta, esta mujer es un dato puntual, una cifra matemática que se ha fugado de los exitosos informes del gobierno. Nos dicen PIB y pensamos en ella. O en otro caso. Cada vez son más, cada vez están más cerca o ya se han instalado en nuestras propias vidas. No hay discurso más contundente que la quincena que no alcanza. No hay estadística más exacta que llevarse la mano a la cartera y encontrar el vacío.
Chávez elaboró una nueva narrativa nacional resucitando la certeza de que somos un país rico, uno de los países más ricos del mundo. Le propuso a la nación la idea de que la riqueza no había que producirla, que ya estaba aquí, navegando, fluyendo entre nosotros. Que lo único que hacía falta era saber administrarla, distribuirla, repartirla con mayor justicia. Terminó creyendo que la historia del país y su historia personal eran la misma aventura. Gozó de todos los favores del Estado mientras decía que “ser rico es malo”. Lo mismo podrían repetir sus hijas ahora, todavía instaladas en La Casona.
Sin embargo, en medio de la ilusión, de estos 15 años prometiendo un cielo socialista lleno de bienestar y prosperidad, de pronto aparece ahora la economía a aguarnos la fiesta. Aquello que durante tantos años vaticinaron algunos especialistas y académicos por fin y por desgracia está aquí. Llegó la inflación y mandó a parar.
El discurso oficial con respecto a la crisis económica ha variado más que el dólar negro. Chávez garantizaba sobre todo una retórica única, que se reproducía con rigor industrial en todos sus funcionarios y seguidores. Ahora, la multiplicidad de voces solo parece producir una coral que aumenta la confusión. El argumento de la famosa “guerra económica” no parece haber resultado demasiado exitoso. Cuando Elías Jaua proclama aguerridamente que no hay divisiones internas, que todo es “una lucha del pueblo contra la burguesía”, ya más de uno piensa que es cierto, pero que la verdadera burguesía está ahora en el gobierno. Cuando dicen “oligarcas”, se nombran.
Antes, Maduro pensaba que la crisis podía ser una “bendición”, una oportunidad para llegar más rápido al socialismo. Ahora trae refuerzos de Cuba, justo cuando Cuba está reconociendo mundialmente el fracaso de su modelo. Esta semana, Maduro nos promete un “sacudón” en el gobierno. Pero luego repite la hojarasca de siempre: “Formación para la transformación”, “eficiencia socialista”, “Plan de la Patria”… después de década y media, todavía hablan de “perfeccionar los métodos de la revolución”.
Pero la palabra “sacudón” asusta. Quizás suena demasiado cercana a “paquetazo”. Es parte de la amenaza que han ido dejando colar lentamente. Es parte del viraje. La calle lo sabe, pero el gobierno aún no se atreve a reconocerlo. Algo viene. Algo está por suceder. El ministro Menéndez asegura que “el Plan de la Patria existe en la gran esfera nacional y en lo concreto del barrio, en cómo vivimos y cómo vamos a vivir en revolución, cómo van a ser nuestros años en el futuro que solo en revolución podemos tenerlos y conquistarlos”. Suena bonito. Pero no suena a verdad. La economía es otra cosa. La economía es la señora con el récipe en la mano. La economía es el precio de la harina. La economía son las monedas que nos faltan. Dos menos dos que no son cuatro.
Hace año y medio, Hugo Chávez aseguró que “aquí no hay paquetazo, ni habrá paquetazo, porque gobierna la revolución. Y porque va a seguir gobernando la revolución”. Sus herederos hoy parecen anunciarnos otra cosa. La fantasía tampoco tiene precio justo.