Por: José Rafael Herrera
La oposición, en sentido enfático -es decir, ontológico-, es “la única posibilidad de conquistar la reunificación”, afirmaba Hegel en Der Geist des Christentums und sein Schiksal. No es posible sólo considerar la vida como “unión”, como lo que ha sido puesto, obligado, a no separarse, como lo que no puede ser-separado. Semejante modo de concebir la unidad es más que sospechoso, porque una “unión” que obvia las partes que la conforman pone en evidencia su condición de parte, no de todo. La vida, en su complejidad, es reconocimiento de la diversidad, y en eso consiste la unidad superior, la “unidad de la unidad y de la no-unidad” o, para decirlo con el buen Cecilio Acosta, la “unidad en la diversidad y la diversidad en la unidad”. Si se quiere promover el pensamiento libre, si se es capaz de objetar, si el Estado se constituye en el garante del derecho racional a decir que no, en fin, si se asume auténticamente la democracia plena y, por ende, la libertad, entonces, es necesario actuar en consecuencia. Es necesaria la creación de una formación cultural, de un nuevo modo de ser y de pensar, que sea capaz de conservar la unidad sin por ello anular o abolir -en realidad, aplastar- la autonomía propia de la condición de determinación de las partes. En suma, se trata de la indispensable agudeza de la oposición. En este sentido, la oposición no es un simple artificio, un constructo que debe ser anulado o, menos aún, un parapeto que recubre lo indeseable, lo que “no se parece a nosotros”, lo que no forma parte de “la secta”. La oposición es la cabal demostración de la existencia plena de la unidad concreta y efectivamente democrática. Perderla es perderse.
Hay sociedades que, históricamente, se han dejado cautivar, hasta la perdición, por dogmas y prejucios sectarios que llegan a convertir a una parte importante de la población en “fieles” seguidores de una determinada “doctrina” de la “unidad”, cobijados bajo la contradictoria e inconsecuente figura de “un partido” -por lo tanto, de una parte- que se abroga el privilegio de ser “el todo”, o sea, “la unidad”: un “partido-unido”, ¡una parte que es el todo! Con él, o a través de él, generan la ilusión entre los “fieles” de la “nueva Iglesia” según la cual “ahora sí”, finalmente, será posible conquistar la “verdadera” unidad, la paz y la fraternidad. En consecuencia -pues, para ellos, esta suerte de “lógica” es impecable e irrefutable- “todos unidos” -entiéndase: de ahí surge la convicción y el deseo de uni-formarse- marcharemos hacia el sueño utópico devenido ‘realidad concreta’. Habrá “patria”. Los que sigan a la secta tendrán “la patria grande”, equiparán bien su casa, prosperarán los “dakasos”, tendrán mercados populares con “precios justos”, tendrán “misiones”, sus barriadas serán tri-coloridas, podrán cursar estudios en las universidades sin ningún tipo de rigor o mérito, bastará tan sólo ser vecino de la zona. Se acabará el predominio de “los blanquitos”, esos “burgueses” que se gradúan en la universidades y, después de años de estudio, esfuerzo y disciplina, “consiguen” un buen trabajo, se casan con una “ricachona” de su misma “clase” (universitaria), compran una vivienda, un carro, un apartamento en la playa y tienen una cuenta en el banco. Esos son los “enemigos” jurados de la “unidad”, esos son los “egoístas”, descendientes en línea recta de Judas –¡ese “burgués”!– y no de Cristo –¡el primer “socialista”!–, contra los cuales hay que marchar hasta que se vayan del Edén. Y en caso de que no se vayan habrá que aplastarlos, precisamente porque ellos son los culpables de todos los males que atentan contra la unidad, los causantes del “paro petrolero”, de la crisis de los hospitales, del desempleo, de la inseguridad y, por supuesto, de la “guerra económica”.
Lo anterior comporta un apretado resumen –una sinopsis, diría algún “blanquito” universitario– de los fundamentos de la novísima religión. Invocarla, durante los últimos años, en avenidas o plazas convertidas en auténticos templos abiertos, en los que el sumo sacerdote anunciaba, una y otra vez, la “buena nueva”, la llegada definitiva del “buen vivir”, despertaban la euforia plena de los fieles en-listados, y no pocas veces obligados a asistir, so pena de perder su trabajo. Era tanta la maravilla de lo que vendría “inevitable e inmarcesiblemente”, que las penurias acumuladas día a día, de sol a sol y de lunes a sábado, cedían su lugar a ese auténtico “domingo de la vida”, como llamaba Hegel a las ilusiones del fanatismo religioso, esa “sopa del corazón”, o, para decirlo con Spinoza, ese “asilo de la ignorancia”. Todo un “corazón del pueblo” –como decía, ahora se sabe, con razón– el jingle de entonces.
Los herederos del sumo “pontífice” no han pretendido nunca poner fin a la innovadora fe, a la nueva esperanza. Y han proseguido por la ruta trazada por Él. Se podía, ciertamente. Eso sí: a condición de que el precio del petróleo se mantuviese estable. Se podía seguir “profundizando” el “proceso”, es decir, quebrando el aparato productivo del país y al mismo tiempo financiando las dádivas y el efectismo sin ton ni son, de haberse mantenido el precio del barril en cien dólares. Pero una cosa es la realidad de verdad, eso que los alemanes denominan la wirklichkeit, y otra muy distinta es la ficción ideológica, habituada como está en pretender tapar el sol con un dedo. En efecto, el juego religioso ha comenzado a trastabillar. Y el asombro va quedando atrás, para dar paso a la decepción, la amargura y la cada vez mayor convicción de sentirse timado. Llega el ocaso de este largo domingo de la vida.
Se hace menester cosechar de una buena vez el futuro. Resulta imprescindible la construcción de un pensamiento –y no de un nuevo dogma– capaz de consolidar la ‘unidad en la distinción’. Sólo mediante una política educativa, destinada a superar los odios, el resentimiento, el sectarismo y la sed de venganza, es posible con-crecer. Todo tiene que cambiar a fondo. Para lo cual es necesario el espíritu de la concertación y de la tolerancia. La restitución de la unidad –de la objetivamente auténtica unidad– pasa por el reconocimiento y el consecuente respeto de las diferencias tanto como por el convencimiento de que será imposible salir del callejón sin salida al cual nos han conducido sin el valioso esfuerzo de todos. ‘Todos’ quiere decir todos. Y que nadie se alarme: la satrapía, la corte vicaria del finado “supremo”, no dudará, en lo que respecta a su ‘nómina mayor’, en auto-excluirse en ‘exilios dorados’, o, en su ‘nómina menor’, manifestará los arrepentimientos de rigor, frente a los órganos competentes. Pero la inmensa mayoría, eso que los colegas designan con el nombre de ciudadanos, gente honesta y de firmes convicciones sociales y políticas, tienen que ser parte constitutiva de la unidad de lo uno y de lo múltiple, en aras de la libertad, el desarrollo, la justicia social y la paz. La oposición, en toda circunstancia, no puede ser anulada.