Por: Alberto Barrera Tyszka
La realidad es un exceso. Vivimos sobre-indignados. Ahora, producimos más asombros que barriles de petróleo. Me senté a revisar las noticias para escribir las líneas de este domingo y, nuevamente, me encontré con una gran oferta de oportunidades para entrar en contacto con la locura. Una posibilidad era escribir sobre la confirmación que esta semana nos ha dado el Banco Central sobre la escasez de 50% en insumos médicos. En una protesta en el Hospital Periférico de Coche, una cirujana alzó una pancarta que decía: “No solo las balas matan, la falta de medicinas también”. ¿Qué pasó con el pomposo “Estado Mayor para la Salud” que se instaló en agosto del año pasado? ¿Cuántas jeringas caben en el presupuesto de Pastor Maldonado?
Otra posibilidad era escribir sobre la nueva campaña publicitaria del presidente. “Maduro es pueblo”, reza el eslogan. Y ahí está él, sonriente, siempre con una chaquetica que casi nadie se pone, donde parece un oso grande vestido de astroboy bolivariano, jugando beisbol, jugando a abrazar a una viejita, jugando a llevar un casco de obrero… Es una campaña que, sobre todo, delata su carencia. Es la lógica de la publicidad y del mercado. Si Maduro fuera pueblo, no necesitaría gritarlo.
Estaba todavía revisando más posibilidades cuando, de pronto, llegó la madrugada del jueves. Los más de 900 oficiales de la policía y de la Guardia Nacional Bolivariana terminaron desalojando también cualquier otra noticia y ocupando firmemente el lugar de la irritación. Casi 250 detenidos, en su inmensa mayoría jóvenes y estudiantes. Se trata de una invasión militar al espacio y a la experiencia ciudadana. Es un secuestro. Un ejercicio de poder que solo puede entenderse como una provocación, como un intento de sabotear el diálogo, de desviar la atención de la crisis económica y pretender mantener la calle como un espectáculo. Cualquier interpretación es posible. Pero la rabia y la impotencia no cambian. Las heridas siguen intactas.
Polonio, al referirse a Hamlet, decía que “hay un método en su locura”. Así ocurre. En medio de la generalizada sensación de descontrol, de marea sin rumbo, que envuelve al país, el gobierno ha terminado encontrando en la aplicación de la fuerza su método. Han institucionalizado la represión. Gradualmente, la han ido convirtiendo en un procedimiento legítimo y legal. Quieren que aceptemos que la represión es lo natural. Que la fuerza bruta es la mejor inteligencia que pueden ofrecernos.
“Sería bien bueno que la gente pudiera ver cómo reprimían las manifestaciones, cómo trataban al pueblo, a los viejitos le metían la ballena, a los estudiantes… Recuerdo que a un estudiante le tiraron un autobús encima, y eran estudiantes de bachillerato. Había un movimiento, una efervescencia popular en la calle y, bueno, la decisión que tomó un gobierno de espaldas al pueblo fue reprimirlo”. Esto no lo dijo CNN. No lo declaró Henri Falcón. Esto es una frase de Diosdado Cabello, recordando los sucesos de 1992, criticando cómo era el gobierno de aquel entonces. Ahora el discurso es distinto. Ahora que están del lado del poder y de sus privilegios, la represión no es una máquina endemoniada sino un noble sistema de defensa.
En el zócalo de la ciudad de México, frente al Palacio Nacional, es muy común ver diferentes carpas levantadas, improvisados refugios de manifestantes que, por diversas razones, permanecen durante días, a veces semanas y meses, en “plantón”. Si Nicolás Maduro gobernara en ese país, la próxima madrugada disponible pondría a un enorme contingente de oficiales a invadir la plaza, repartiendo golpes y patadas, deshaciendo la protesta pacífica y llevándose detenido a todo el mundo.
En la mañana de este jueves, el ministro Rodríguez Torres, al declarar, se refirió al “bochorno social”, a la “la promiscuidad” que supuestamente se vivía en los campamentos de los estudiantes. Ese es su método. Reprimirnos es su forma de salvarnos.