Por: Jean Maninat
Qué duda cabe que la única gesta deportiva que paraliza a buena parte del mundo (bueno, mientras el mundo “Yira, yira” como en el tango de Discepolo) es el Mundial de Fútbol. Cada quien apoya ilusionado a su selección nacional participante -como debe ser- mientras se mantenga en pie, hasta que cede ante las muy ponderadas, de antemano, capacidades de cada oncena a las que se enfrenta para ir despidiéndose de sus posibilidades de avanzar hacia el encuentro final. La geopolítica queda suspendida, por unas semanas, en el ir y venir de una esférica promisoria de igualación entre las naciones que participan en la contienda.
Vamos, poco a poco, destilando nuestras preferencias, del país que nos representa a la región que compartimos, y luego -al salir de juego nuestras predilecciones identitarias- a los underdogs de otros lares que batirán contra todo pronóstico a la potencias futbolísticas, independientemente de sus PIB y sus inalcanzables avances tecnológicos.
El Mundial tiene una condición reivindicativa, reflejada en el hecho de “hinchar” (horrible término) a favor del equipo más débil frente a otro más poderoso por la calidad de su juego y las estadísticas que lo sustentan. Al fin y al cabo, los humanos somos duchos en intentar burlar la tiranía de las cifras. Eso pensamos, y a veces hasta lo logramos… maquillándolas .
Es probable que no haya habido un Mundial más analizado desde el punto de vista sociológico, demográfico, y para usted de contar, que el que acaba de finalizar. La composición multirracial de los equipos europeos que se plantaron en las finales del campeonato ha dado mucho que hablar y las crónicas a posteriori de los partidos -y los equipos que los disputaban- asemejaban más a un ensayo sociológico, que a la gesta de sangre, sudor, talento y lágrimas, que comporta un duelo deportivo de gran nivel.
De derecha a izquierda, las selecciones nacionales fueron catalogados según la procedencia étnica de sus jugadores, con celo de antropólogos del siglo XIX. Se desgranó minuciosamente de cuáles países de África subsahariana, o del Magreb provenían las familias de los jugadores de tez oscura, pero nadie nos informó de cuál región o localidad de su país provenían los catires de la película. Como si los goles tuvieran raza y señas de identidad particulares y no fueran simplemente goles belgas o franceses.
Lo que pasó en Rusia –of all places– fue un canto maravilloso a las sociedades abiertas, democráticas e inclusivas, que pese al llamado de la tribu que acecha por doquier, es una constancia de que no todo está perdido, a pesar de que los poderosos de toda laya se empeñen en hacernos creer lo contrario.
N.B. Gracias por la lectura, regresamos en agosto. Saludos.
@jeanmaninat