El límite de las mayorías – Asdrúbal Aguiar

Por: Asdrúbal Aguiar

La Comisión Interamericana de Derechos Humanos, en su Informe

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de 2014, ha vuelto a incluir a Cuba y Venezuela en el llamado Capítulo IV, es decir, les coloca en el salón de la fama de las dictaduras que restan como piezas de museo.

Ni Cuba ni Venezuela han ingresado al siglo XXI. Son un mal correlato de nuestras sociedades primitivas de comienzos y mediados del siglo XX, regidas por fascistas o asimismo por capataces de uniforme.

La Comisión es precisa al explicar, en los hechos, la existencia en Venezuela de “una violación grave de los elementos fundamentales y las instituciones de la democracia representativa previstos en la Carta Democrática Interamericana, que son medios esenciales para la realización de los derechos humanos”; en lo particular por un ejercicio abusivo del poder que socava o contraría el Estado de Derecho, como por “la infracción sistemática de la independencia del Poder Judicial” y “la falta de subordinación de las instituciones del Estado a la autoridad civil legalmente constituida […]”.

Dicho informe es conteste, casi al calco, con los contenidos muy resumidos de la Declaración de Panamá suscrita recién por 33 ex presidente iberoamericanos y sus realidades – salvo la “diarquía” dominante – las padecen a diario en sus vidas, sus libertades y sus estómagos todos los venezolanos.

Hay violaciones sistemáticas y generalizadas de derechos humanos, siendo ahora manifiestos las torturas y los prisioneros políticos. La ley la hacen y cambian a su antojo Nicolás Maduro Moros y Diosdado Cabello, y la interpretan bajo instrucciones de éstos, a fin de violarlas, las escribanas de la Sala Constitucional. En tres lustros, quienes se querellan contra el Estado o sus funcionarios no logran vencerlos una sola vez. De modo que la Constitución y el Estado de Derecho son piezas de utilería, y la separación de poderes un emblema del cinismo.

La hegemonía comunicacional del gobierno y la autocensura de los medios privados que restaban, cuya propiedad han adquirido funcionarios a través de testaferros, son monumentos que exaltan la mentira y silencian toda voz discrepante.

Y si se trata de elecciones, la ciudadanía puede elegir; pero si elige a un opositor enemigo de la revolución ha de saber que terminará destituido y en la cárcel.

Pero desde las filas de la dictadura se afanan en matizar lo que es obra de sus manos cómplices o bien hacedoras de repetidos crímenes de Estado y maridajes con el narcotráfico y el terrorismo: “Venezuela tiene una democracia, con las mismas fallas que el resto de las democracias en el mundo”.  Y no falta quien, incluso desde la oposición democrática, se muestre convencido de que lo que hay es un déficit democrático resoluble. Nada más.

Sea lo que fuere, al margen de la propaganda oficial y de los diagnósticos de la comunidad internacional, lo que sí preocupa es que la afirmación anterior se ancla en un sofisma, a saber que la democracia sigue vigente pues el pueblo mayoritario le ha brindado su adhesión a la revolución, hasta ayer. Y se completa el argumento con una aporía: “Si hay elecciones limpias, las gana de calle la oposición”.

En síntesis, tendríamos democracia porque la mayoría ha querido al régimen imperante, incluso si las elecciones no son “limpias”. Aun cuando el gobierno se pague y se dé el vuelto en materia legislativa y judicial, o se le pase la mano asesinando o torturando a sus adversarios o acaso mirando como cosa ajena el “ajuste de cuentas”.

Pues bien, es hora de recordar que una cosa es el espíritu libertario del venezolano, y otra distinta, inmoral y aberrante, que una mayoría pretenda, mediante el voto, legitimar “democráticamente” a una dictadura o elegir como gobernantes a corruptos y criminales, creyendo purificarlos en el agua bautismal de la soberanía.

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