Por: José Rafael Herrera
En alguna parte, Hegel señala que los hombres en estado de barbarie no se guían por las propiedades generales de un objeto, sino por sus cualidades sensibles. No se conducen de un modo propiamente racional, sino que se orientan según la naturaleza del asunto, porque su conducta está guiada por una opinión abstracta, es decir, por un prejuicio. Es esto, justamente, lo que explica la existencia de un léxico, de un vocabulario, o si se prefiere de un “caudal de voces”, que permite caracterizar el modo de ser de la pobreza espiritual.
Si es verdad que “todo objeto es para la conciencia”, entonces es posible penetrar en el laberinto del “universo del discurso” y dar, acerca de él, una explicación “clara y distinta”, como exigía Descartes. Especialmente –y a propósito de la relación que existe entre un determinado modo de ser y sus maneras de decir– con base en la forma particular de lenguaje que se emplea y que permite objetivamente ponderar el grado de pobreza –o no– que dicho modo de ser –dicha formación social– presenta. En otros términos, es, por lo menos, cualitativamente posible “medir” el grado de pobreza o de riqueza espiritual de una determinada sociedad a través de sus usos –y abusos– lingüísticos. Ese es, por cierto, el objetivo que apenas pretenden esbozar las presentes líneas.
A finales de los años veinte del siglo pasado, la izquierda latinoamericana fue fraguando un léxico –precisamente, un “caudal de voces”– que logró mezclar la premeditada manipulación que hicieran los soviéticos de la traducción de las obras de Marx y Engels con la tradición mítico-religiosa heredada de la civilización precolombina y sus formas de sincretismo religioso con el cristianismo positivo y el misticismo de origen africano. El propósito consistió en transformar el pensamiento de Marx en una ideología tan mestiza como la propia cultura latinoamericana, a través de uno de sus aspectos más sensibles: su condición marcadamente religiosa. El experimento tuvo un éxito relativo, y en buena medida no advertido por sus detractores, de modo que el llamado socialismo “científico”, tan distante de toda presuposición religiosa, se fue convirtiendo en una doctrina, una fe, al punto de que, por ejemplo, el Manifiesto del Partido Comunista era conocido entre la militancia izquierdista como “la Biblia del marxismo”. Las religiones, especialmente las positivas, se caracterizan por infundir esperanzas entre sus seguidores. Y eso fue lo que hizo la nueva doctrina. La “buena nueva” avizoraba la inminente llegada de la sociedad de la inversión, del “mundo invertido”, una sociedad en la que se podía “voltear la tortilla”, pues era “científicamente inevitable” que los pobres se volvieran ricos y los ricos pobres. Era la toma “del cielo por asalto”.
Así comenzó el proceso de adulteración de la filosofía de Marx en América Latina. Se produjo lo que Sartre denominaba la “vulgarización de un pensamiento”, su conversión en una ideología, es decir, en aquello que el propio Marx tan duramente criticara a los “santos” hegelingen, ahora mezclado con Cristo –convertido nada menos que en el “primer socialista de la historia”–, con los restos de la hiperbólica imagen de Tupac-Amarú, transformado en un nuevo “Mesías” y con la hechicería africana, que finalmente terminaría en la absolutamente inefable adoración de la “Corte Malandra”. Marx, el crítico del “vil y villano de las Américas”; el filósofo de la dialéctica del “valor-trabajo”, que celebrara la derrota política y militar del ejército secesionista del sur de Norteamérica, porque con ello se había puesto fin al esclavismo de negros e indios, incluso del esclavismo promovido por negros e indios. El discípulo del gran Hegel colocado en un pedestal junto al Negro Primero, María Lionza y una serie de matones de barrio, ajusticiados, que “protegen” a los delincuentes. Mayor barroquismo histórico-literario es imposible. Cosas, como podrá observarse, propias de “Macondo”.
Fue así como el lumpen, y con él sus prejuicios, sus resabios, sus resentimientos y odios se fueron adhiriendo a una idea de un socialismo desdibujado, presupuesto, ideologizado y fanático, más cercano a la venganza que a la justicia social; al despotismo estatista que a la libertad; al militarismo que a la civilidad; al fanatismo religioso que al pensamiento sensu stricto. No una sociedad para fraternizar, sino una sociedad en la que impera la violencia más cruda y primitiva. El más fuerte es el que roba o asesina al otro y, por ende, predomina. La “superación y conservación de la propiedad privada”, como decía Marx, se “tradujo” como su “abolición” o “destrucción”, pero no para generar, a través del trabajo digno y productivo, la creación de una riqueza suficiente, capaz de garantizar el justo y equitativo beneficio de todos, es decir, una mayor y mejor calidad de vida. No: “abolir” la propiedad privada significa, ahora, destruir la producción, paralizarla y, en consecuencia, acabar con la riqueza, depauperar la sociedad, hacerla pobre hasta la miseria e igualar a las mayorías “por abajo”. Juzgue el lector el grado de pobreza existente.
Decía Marx, siguiendo a Hegel, que ser es hacer, que las “fuerzas productivas” –la sociedad civil– constituían un determinado “ser social” y que a este le correspondía una determinada sobrestructura política y jurídica, una determinada conciencia social, en la cual se reflejaba su ser. “Lo que es es la razón”. Si los caminos de Dios son extraños, lo mismo se puede afirmar de los caminos de la razón. ¿Cómo puede atender al nombre de razón este curioso léxico de la pobreza, este pastiche que ha servido de guía y garantía para la ruina más palmaria del ser social? ¿Será tan “astuta” la razón como para permitir avizorar, no sin paciencia, el camino que conduzca finalmente a la salida de este laberinto? Educar –“intelligere”– parece ser el camino adecuado. No hay ser sin conciencia ni conciencia sin formación. Un nuevo léxico es imprescindible. Los “opuestos” tienen, entre sus manos, la palabra.