Venezuela no es una isla pequeña y desventurada en los sesenta.
La revolución bolivariana sella la fusión de dos visiones contrahechas de la realidad latinoamericana, que durante el siglo XX se mantuvieron separadas y cuyo matrimonio dio origen a esa laguna de oxidación que Hans Dieterich teorizó y bautizó como socialismo del siglo XXI. Estas dos pesadillas se integraron en una sola perspectiva letal, las ideas del marxismo leninismo y el populismo nacionalista, el populismo revolucionario. Entre las hilachas de pensamiento de los movimientos de Getulio Vargas en Brasil desde los 30 y Juan Domingo Perón en Argentina en los 50, por un lado y los grupos marxistas por otro, existió un abismo. Los primeros hasta mitad de siglo eran simples desórdenes autoritarios que perseguían torpemente mejorar con dádivas y reivindicaciones ilimitadas las condiciones de vida de los sectores populares, con lo que desmoronaban la producción.
Argentina estuvo hasta 1950 entre las tres primeras economías mundiales y desde Perón no sale de la sentina miserable. Los populistas mantenían la sociedad relativamente abierta pero generaban un caos por su incomprensión de las reglas básicas para que la sociedad satisfaga sus necesidades. Con un vago antiimperialismo que coexistía con la presencia de los capitales extranjeros y la propiedad privada, no creaban una dictadura del proletariado. No tenían eso que los seguidores de Lenin y Stalin denominaron un proyecto de sociedad. Eran folclóricos, malos administradores, autoritarios, improvisados y se preciaban de tener lo que Hegel llamó “el monopolio del corazón”. Amaban a los pobres de la manera más nociva e idiota. Sus relaciones con los comunistas y derivados siempre fueron tensas, en primer lugar porque los populistas conquistaron rápidamente “las masas”.
Fastidioso como un comunista preso
Los camaradas, enfrascados en problemáticas esotéricas, en difundir la producción de acero de la Unión Soviética, pretendían crear “partidos de cuadros”, con conciencia de clase, al estilo bolchevique (“los mejores entre los mejores”) mientras para los líderes populistas la noción de partido era vaga y difusa. Les interesaba “el movimiento” y eran caudillistas en tanto el iluminado no se sometía a disciplina de una organización, horma de su zapato. Los comunistas se comportaron fieramente en la lucha contra las dictaduras tradicionales y eran lo más fastidioso imaginable en las cárceles, porque llegaban a imponer cursos de formación política, lecturas aburridas y jornadas de adoctrinamiento a los demás presos. Publicaban heroicos periodiquitos sobre la URSS que nadie leía y que carecían del más elemental sexappeal para los trabajadores de los que se decían representantes.
Para colmo pretendían crear partidos obreros en países en los que no había casi obreros sino campesinos y sectores medios. Por eso la revolución fue imposible hasta 1959, cuando un carismático líder fascista, Fidel Castro, triunfó militarmente en una parada insólita y sin mucha política de por medio, Castro se hace un dictador comunista, totalitario, con un proyecto claro: destruir la sociedad existente y edificar su castillo de Drácula en la Transilvania del Caribe. Liquida la propiedad, la libertad de expresión, el derecho a pensar y crea un régimen totalitario unipersonal, como Stalin, Hitler y Mao. Se reserva el derecho a la vida y anula la vigencia de los Derechos Humanos. Rómulo Betancourt desarticuló y anuló esa monstruosa experiencia, derrotó la guerrilla latinoamericana y el espectro dejó de recorrer el continente.
Drácula ataca de nuevo
Pero en 1998 aparece un nuevo caudillo carismático en Venezuela, que cautiva a las elites y los sectores populares (Castro, aunque lo hizo después, no necesitó eso porque su triunfo fue militar) se apoya en las tradiciones nacionales, la música folclórica, el liquilique y la “defensa de la patria”. Usa así los elementos exitosos de Perón, Vargas y varios otros, pero inicia el proceso la aplicación del proyecto castrista-marxista. Pero al haber triunfado por vía electoral, la consecución de ese objetivo estaba frenada por la existencia de un complejo institucional que no manejaba. La operación comenzó con la “asamblea constituyente” y a partir de ahí, paso a paso, y gracias a los cinco errores monumentales, descomunales, de la antipolítica, consolidó su poder en las condiciones del siglo XXI, sin paredones y con procesos electorales. El proceso funcionó mientras tuvo dinero para despilfarrar en su locura y comprar al electorado.
Solo que Venezuela no es una isla pequeña y desventurada en los sesenta. Si en Cuba no comían era culpa del “bloqueo imperialista a un país pobre y digno”. Pero… ¿a qué bloqueo echar las culpas de la ruina de una nación que manejó la riqueza más fabulosa del continente en el siglo XXI, y que podría ser hoy día Dubai? Ya no existe la cortina de intelectuales, artistas y medios de comunicación globales que apañó a Castro, y todo se desmorona. El populismo revolucionario está al borde de destruir ese prodigio de la naturaleza y convertirlo en una nación fallida. Y lejos de las deposiciones ideológicas del supuesto teórico Dieterich, el comunismo como propósito de justicia siempre ha sido inviable porque es la sumatoria de estupideces y elucubraciones malignas que en todas partes han resultado un horror similar.