Por: Jean Maninat
Atrás, y aislados, han quedado quienes en algún momento pontificaron acerca de las bondades de la abstención como única posición “digna” para confrontar las evidentes tropelías electorales cometidas por el régimen a través de los órganos públicos bajo su mando. Pero sus ecos aún susurran naderías.
Es mucha el agua que ha caído desde la noche triste del 07 de octubre de 2012 cuando la distancia en votos con el candidato oficialista a las presidenciales, el entonces presidente Hugo Chávez, fue tajante; y no menos tupida la que arreció el 16 de diciembre de ese mismo año en la debacle de las elecciones regionales. A pesar de los logros -que los hubo- los resultados pesaron en el ánimo de los opositores como un Peñón de Gibraltar amarrado al cuello.
La muerte avisada, de tanto ser camuflada, del líder del socialismo del siglo XXI, abrió un escenario diferente para todos –pero muy especialmente para sus seguidores.
Más allá de la incidencia del más allá en nuestra vida pública, hubo un hecho determinante, una quebradura en la marcha de las cosas, que cambió sustantivamente la correlación de fuerzas en el país: la decisión de Capriles y de los partidos congregados en la MUD de participar en unas elecciones presidenciales abruptamente convocadas; y realizadas bajo el signo imperante del duelo por el líder desaparecido, y el abuso desembozado del poder por parte del régimen y su candidato: Nicolás Maduro.
Los contundentes resultados logrados por la oposición en esa contienda, bajo las mismas condiciones injustas tantas veces denunciadas, demostró, una vez más, que no hay otra alternativa que participar electoralmente para así poder desmontar al régimen en toda su iniquidad. Lo contrario no habría sido poner la carreta delante de lo bueyes, sino permitir que ambos se fueran al campo de elecciones sabáticas.
Fue, precisamente, la decisión de participar la que permitió -tras una campaña admirable de Capriles- obtener el suficiente apoyo popular en votos para poder reclamar empujones, trompicones, entradas sucias, posiciones adelantadas permanentes, y manos de todo tipo menos invisibles, ante un árbitro ostentosamente parcializado.
¿Qué ha cambiado? La consolidación de un líder democrático y una oposición unida, la emergencia de un pueblo opositor repotenciado, y la evidencia de que el chavismo sin Chávez es una reina pepeada sin arepa, sin pollo, sin aguacate y sin mayonesa. Ineficiencia y carestía pura y dura. Un fiasco.
También ha cambiado, es justo decirlo, la tesitura del discurso opositor. Es más incisivo, más frontal, y ha dado resultados. Tiene la ventaja de que hoy todos claman por la paternidad de los éxitos obtenidos. Es un plato colectivo donde cada quien reclama a su haber la pizca de más o menos sal y pimienta requerida para hacerlo efectivo. Quienes huimos de las sobredosis radicales en la sazón, estamos satisfechos. Se alcanzó el justo término medio para cada paladar.
Todavía pastan los ansiosos, los insatisfechos de siempre. ¿Cómo podemos ir a votar con el mismo CNE que denunciamos? Preguntan altisonantes. ¡Estamos entregando la lucha! Vocean rimbombantes. Se la pasan discerniendo cuál tiene primacía, resistir o votar, como si fueran hechos antagónicos y no las dos caras de una misma moneda. Sin darse cuenta, pretenden resolver el antiguo dilema del huevo o la gallina, uno de los pasatiempos más sonsos que haya inventado la humanidad.
En cada elección se juega el destino de los países. ¡Vaya perogrullada! Pero los municipios son el eslabón más cercano a la vida cotidiana de las comunidades. Es allí donde se bate el cobre del día a día de los ciudadanos y el lugar donde los enviones de cambio anclan mejor sus posibilidades.
Tiene poco sentido devanarse el seso averiguando quién fue primero: el huevo o la gallina. Simplemente hay que salir a votar, una vez más, contra viento y marea oficialista, para así seguir resistiendo.
@jeanmaninat