Por: Luis Prados
La victoria moral, si no real, de la oposición en las elecciones presidenciales venezolanas ha frenado de momento el proyecto chavista para el país, es decir, el empobrecimiento progresivo, espiritual y material, de todos sus ciudadanos y la institucionalización de la mentira, convirtiendo al lumpen urbano en sujeto de la revolución.
El chavismo ha seguido la pauta cubana, pero con dos grandes diferencias: la retórica de la revolución bolivariana es ridícula, cursi y vacía, además de inmisericorde e importada, pero sobre todo impostada porque carece de toda epopeya. Ni tan siquiera ha sido capaz de generar un arte o un estilo propio como la Revolución Mexicana o cubana. Segundo y más importante, Hugo Chávez ha contribuido a la historia del autoritarismo político con una aportación original: cómo destruir la democracia mediante la celebración de elecciones fraudulentas constantes, nada más y nada menos que 17 en 14 años.
Una derrota, como probablemente ocurrió el domingo, y se caía el castillo de naipes, lo que previsiblemente sucederá en los próximos meses. El sucesor de Chávez, Nicolás Maduro, no parece tener ni la capacidad intelectual ni política para sacar del desconcierto a sus partidarios ni por supuesto manejar el entramado de intereses inconfesables de la nomenclatura del régimen. En estos primeros días de crisis, su combinación de amenazas y promesas de rectificación solo ha servido para consolidar la imagen de un hombre perdido en su laberinto.
El acomodado progresismo europeo tiende a sacarse de encima el problema venezolano con la simpleza de que Chávez ganaba elecciones porque representaba al partido de los pobres. No solo esto ha dejado de ser verdad como demuestran los datos de las elecciones del domingo, sino que el régimen ha creado su propia casta de millonarios y convertido en antichavistas a todos aquellos que no quieren ser arrastrados a la pobreza, lo que es muy diferente. La política asistencialista del Gobierno, ejecutada con discreción política, no ha sacado a nadie realmente de pobre, pero ha ampliado el número de aquellos que se mueven con un pie fuera y otro dentro de la legalidad. Sus grandes beneficiarios han sido los malandros, a quienes ni se reprime ni castiga, porque en el fondo, piensa el Gobierno, son enemigos de la burguesía.
La “burguesía”, es decir, la gente corriente que se levanta temprano para ir a trabajar, sobrevive salvando los obstáculos que el chavismo ha ido sembrando en la vida cotidiana de los venezolanos. La ley de trabajo que obliga al empresario a indemnizar a un despedido con un año de salario ha servido para restringir la contratación de personal y para que el empleado no dé golpe. La ley de alquileres beneficia hasta tal punto al inquilino que ha reducido al mínimo el arriendo de viviendas. La política de relocalización de vecinos o de los indigentes abandonados a sus suerte desde las inundaciones de hace dos años en Caracas en barrios ricos para alterar el censo electoral de algunas zonas ha llevado al abandono de casas o incluso al envejecimiento artificial de las viviendas para que no sean una tentación para los delincuentes. Por no hablar de la escasez de alimentos y medicinas, los apagones, la inflación más alta de América Latina o las pandillas de chavistas motorizados que recorren las calles amedrentando al público disparando al aire (no siempre) o dando palizas.
Esta vez los que no quieren ser pobres, los que desean vivir en un país normal y no en un experimento supuestamente revolucionario, los que están convencidos de que el patriotismo es el último refugio de los canallas, han dicho basta.
Publicado en elpais.com/internacional – 16 de abril 2013