Por: José Rafael Herrera
Es propio de la llamada “reflexión del entendimiento” y de sus diversas expresiones, desde el “materialismo crudo” hasta las doctrinas positivistas y empiristas, la aplicación de “metodologías”, “modelos” o “proyectos” a la realidad, sea esta natural o social, a fin de “experimentar” con esta. Claro que, en estos cocidos, la voz cantante la lleva el empirismo “lógico”. De hecho, el término “experimento” –la intentio de hacer “operaciones” destinadas a verificar, comprobar o demostrar ciertos “principios científicos” en los fenómenos– está directamente relacionada con aquello que los griegos designaron con el nombre de lo έμπειρικός (lo empírico), cabe decir, precisamente, lo que pertenece o es relativo a la experiencia. Decía Hegel que el entendimiento es cosa muy importante, y que la filosofía, en sentido estricto, no se podía dar el lujo de “obsequiarlo”, pues “el entendimiento sin la razón es algo”, mientras que “la razón sin el entendimiento es nada”.
El problema se presenta cuando el entendimiento a secas, en su afán de sustituir la verdad por la simple certeza, pretende suprimir la razón, cuando se autoproclama no ser un “algo” sino “el todo”, la totalidad, en este caso, del saber. Cuestión, como se sabe, de falsa conciencia. La razón queda, así, sometida, desterrada o, en el peor de los casos, deviene cómplice que calla y otorga. Y es que, en buena medida, el mundo contemporáneo ha permitido la grosera dictadura del entendimiento, esa –mala– suerte de tiranía de las abstracciones ideológicas, meramente reflexivas, que redunda en las formulaciones propias del “experimentalismo” social.
“Si funciona con la naturaleza tiene que funcionar con la sociedad”, afirman, a pesar de Dilthey y a pie juntillas, los “epistemólogos” en cuestión, regocijados en su darwinismo social. “Los hechos” son “los hechos”, siempre y cuando se enmarquen dentro del correspondiente análisis, verificado por la experiencia, como diría Mario Bunge. Experimentar, observar, recolectar datos, con el objetivo de explicar los fenómenos sociales. No hace falta comprenderlos. Es Iván Pávlov y su “ley del reflejo condicional”: los perros aumentan el nivel de salivación ante la presencia de la comida. La revolución rusa le resultaba interesante: “No sacrificaría los cuartos traseros de una rana por este experimento social”, decía. Se trataba, para él, de la ampliación a escala social y política de sus propias investigaciones sobre el “reflejo a distancia”. Un criterio, por cierto, que fue explotado hasta la monstruosidad por el nacional-socialismo alemán y, poco después, por el estalinismo.
Decía Adorno que después de Auschwitz el mundo jamás volvería a ser el mismo. Y es que, desde entonces, y bajo semejantes criterios, la sociedad es un “objeto de estudio”, un “experimento”, tratada como una manada de ratones de laboratorio que, por ejemplo, al ver un “Mercal” o un “Bicentenario” se pone en cola. Las calles saturadas de color rojo y verde olivo para generar una copiosa “salivación” entre la gente; los ojos achinados en paredes y vallas, siempre amenazantes, del “gran timonel” que, desde un rectángulo convertido en ventana, lo mira todo, cual nueva edición del “Big Brother”. Está vivo, después de todo. Vive en el miedo que produce su “reflejo condicional”, en el sudor, el lagrimeo y la salivación, no solo de sus secuaces.
Se habla del “experimento chino” o del “experimento cubano”, del chileno o del nicaragüense, sin desparpajo, con el menor escrúpulo, como algo “natural”. Al parecer, la violencia, la corrupción, la pobreza material y espiritual, la manipulación, el sometimiento, la muerte de miles de ciudadanos no son más que “datos” y “estadísticas”. Y, así, se subyuga o –peor aún– se convence a las mayorías para “condicionar” la experimentación de “modelos” ideológico-políticos, que han terminado por transformar a los seres humanos en cifrados “objeto de estudio”, tal vez en bacterias bajo la lente de un inmenso microscopio “social”. Gente devenida rebaño, “Dollys” multiplicadas ad infinitum, sin tomar en consideración, en lo más mínimo, las consecuencias que puedan derivarse de semejantes “modelos” de experimentación.
El régimen que, desde hace ya demasiado tiempo, ejerce el poder omnímodo sobre el país, y que ha terminado por hacerlo colapsar, se ha basado, en lo esencial, en “el experimento” cubano para llevar a cabo su “modelo” nacional-socialista tropical, poniendo en manos del demiurgo de su versión original los destinos de una nación que, hasta entonces, había vivido, siempre, en mejores condiciones que Cuba, por lo menos, desde 1959. De hecho, y en este caso, el cálculo presuponía un éxito rotundo, ya que si el experimento cubano había fracasado a causa de que su economía no contaba con un recurso natural tan determinante en la vida actual como el petróleo, Venezuela, en cambio, lo tenía –y lo tiene– por demás. De manera que el fracaso del experimento era muy improbable, sobre todo, en virtud de los altos precios del petróleo en el mercado internacional, para la época. No obstante, el experimento terminó en una hiperinflación en puertas, transmutando un país con una economía relativamente próspera en un pueblo en ruinas. De nuevo, el “modelo” fracasó, y las consecuencias sociales que semejante fracaso van dejando confirman la perversión de concebir las sociedades como simples objetos manipulables de laboratorio. El darwinismo, el positivismo, el materialismo tout court, el empirismo, tanto como sus correligionarios ideológico-políticos, siempre totalitarios del signo que sean, extendidos más allá de sus propios límites, se han transformado en una real amenaza para toda la humanidad.
Ni claro, ni distinto. En realidad, cuando el pensamiento cree adherirse a un supuesto conocimiento pleno, absoluto, inmodificable, muestra las costuras, evidencia su carácter reaccionario. Y su adherencia se disuelve, porque la búsqueda de un algo fijo semejante –un “modelo”–, sin movimiento, estático, prueba ser, en sí mismo, una postal, un espejismo del conocimiento. Contra la clara et distincta perceptio cartesiana, conviene afirmar que no hay una verdad depurada y definitiva. Mucho menos, cuando se trata del estudio de la sociedad. La verdad es hacer, no presuponer. La dictadura del entendimiento abstracto, que este régimen asume como su particular religión de Estado, bajo los falsos ropajes de la innovación “revolucionaria”, promueve el entumecimiento, el entorpecimiento del hacer como pensar y del pensar como hacer, una rudis indigestaque moles: una ruda y desordenada mole. Es la ausencia de pensamiento vivo, de pensamiento pensante.