Por: Alberto Barrera Tyszka
¿A veces sientes que te invade la sensación de que no entiendes bien lo que está ocurriendo a tu alrededor? ¿Te sientes de pronto desconcertado con todo lo que pasa? ¿Percibes con frecuencia que eso que llaman realidad no es más que un permanente desencuentro contigo? ¿Descubres, de repente, que ya llevas demasiado tiempo en modo de desazón, sin encontrar un rumbo, sin saber a qué atenerte, qué esperar del presente y del futuro? No te angusties. No es un problema personal. Todos estamos así. En este país, la confusión es un método.
Margarita López Maya lleva ya meses de militante apostolado recordándonos la importancia crucial que tiene la elección de un Consejo Nacional Electoral ajustado a derecho, que garantice el equilibrio y la transparencia de los procesos comiciales que están por venir. Como bien lo señala, se trata de una “prioridad absoluta”. Sin un CNE independiente, en el contexto de conflictos que vivimos, la legitimidad del Estado será cada vez más frágil, el futuro de la sociedad –más allá de los bandos y de las posturas ideológicas– estará condenado al fracaso.
Por eso mismo resulta tan peligrosa y suicida la forma en que pareciera que se está manejando todo el proceso de selección de las nuevas autoridades del árbitro electoral. Por momentos, se puede sentir que estamos ante un sistema dedicado deliberadamente a producir ambigüedades. El caso de la inclusión o no, a última hora, de Tibisay Lucena y Sandra Oblitas es un buen ejemplo.
Parece un relato de misterio. El enigma Lucena. Cualquier ciudadano común, que es en definitiva el sujeto protagónico de todo evento electoral, solo puede ejercer la perplejidad ante el desorden de informaciones que se dan sobre el tema. La falta de transparencia existe desde el instante mismo en que aparece la noticia. De pronto, en algún medio se cuela que, en la raya final, de manera inesperada, la presidenta del actual CNE inscribe su nombre en la lista de postulaciones. De inmediato, comienza a agitarse la orgía anónima de las redes sociales. Es el festival de la histeria. Se reparten insultos y acusaciones cada dos segundos. Se dice que es una noticia fabricada. Luego aparece la propia Lucena, en una supuesta cuenta de Twitter, desmintiendo la información. Después se afirma que Lucena no tiene cuenta de Twitter. Luego, algunos periódicos reseñan el hecho, confirmando de esta forma que existe cierta certidumbre. Después, Blanca Eekhout, alta funcionara de la oligarquía, asegura en un programa de radio oficial que Lucena tiene derecho de volver a aspirar a su cargo. Más tarde, la oposición hace una denuncia que el oficialismo ignora. El poder actúa como si no hubiera conflicto, como si nada estuviera pasando. El ciudadano común mira de lado y lado. Sin saber a quién creerle. Sin entender qué sucede realmente. Ya es víctima del nuevo CNE.
No se trata de un detalle menor. Es un caso particular y trascendente. Tibisay Lucena es una figura polémica. Pasó años construyendo una imagen de personaje sensato, más apegada a la lógica de los números que al fervor ideológico. Llegó incluso a manejarse con cierta sorna ante cualquier reclamo. Se presentaba como la contundencia estadística ante la eterna paranoia opositora. Sin embargo, su parcialización política a favor del partido de gobierno se fue haciendo cada vez más pública e indiscutible. Su brazalete a favor del golpe del 92 es un tatuaje en la memoria de todos los electores.
En ese sentido, Lucena no es un enigma. Todo lo contrario. Ella no representa a la totalidad de un país en crisis. Ella está en un lado del conflicto. No es ni siquiera un problema de alteración o no de resultados electorales. Es algo anterior, es una condición previa, indispensable para un país que requiere dialogar. Venezuela necesita urgentemente espacios y símbolos de imparcialidad. Esa sí es nuestra única salida. Para todos. La Constitución exige que el poder electoral garantice “igualdad” e “imparcialidad”. No hay lugar para más misterios. Tibisay Lucena solo garantiza la desconfianza.