Evoca la actual circunstancia de Venezuela, y no exagero, el tiempo de nuestra vergüenza patria: el del decreto de Guerra a Muerte de 1813 que lamenta luego Simón Bolívar, El Libertador, o el de la “guerra larga” o federal que emerge durante la segunda mitad del siglo XIX como anticipo de la extensa dictadura que se traga la primera mitad y algo más de nuestro siglo XX.
Apunto a la suma de homicidios – en número de 27.875, equivalentes a 90 por cada 100.000 habitantes – sucedidos el pasado año de 2015 y que son, como se sabe, la consecuencia de la colusión revolucionaria el narcotráfico desde agosto de 1999. Pero me mortifica, aún más – como lo expreso en mi columna anterior – el fenómeno de los linchamientos y hasta la quema de ladronzuelos en zonas urbanas, por los marchantes que a diario luchan por encontrar alimentos o medicinas que escasean severamente.
Anomia y cisma constitucional, es decir, ausencia de la ley y su desconocimiento abierto y cabal por los mismos responsables de aplicarla son las características del momento venezolano; es lo que Émile Durkheim, en 1893, identifica como “un estado sin normas que hace inestables las relaciones del grupo, impidiendo así su cordial integración”, como recién lo destaca el colega José Armando Mejía Betancourt.
Su contexto visible es una crisis económica y social sin precedentes históricos, bajo una suerte de milagro al revés susceptible de resumirse en pocas líneas: Chávez y Maduro dilapidan 2 billones de dólares, y casi la mitad – 890.000 millones de dólares recibidos de exportaciones de petróleo sin contar tributos, dividendos, emisiones de bonos – equivale al 70% de la renta petrolera normal venezolana durante 98 años.
Convencidos de que el ingreso petrolero es infinito y permite importar bienes de todo orden, confiscan y paralizan el aparato productivo no tradicional y al término, al caer los ingresos petroleros, les faltan las divisas hasta para adquirir lo más elemental. La inflación anual ponderada llega a 392% para enero reciente. Se proyecta a 750% para finales del año y, según el FMI alcanzará 2.200% en 2017 y se disparará hacia una hiperinflación del 13.000%, de no corregirse radicalmente la política económica de sesgo cubano imperante durante algo más de tres lustros.
Esta es la cruda verdad. ¿Qué hacer a todas éstas?
Probablemente una guerra civil declarada tome cuerpo, como su represión por los colectivos del régimen, o la insurgencia militar, en medio de una confrontación entre soldados institucionales y soldados narco-socialistas. ¿Ocurrirá la renuncia del presidente en medio del caos; los tiempos del referéndum revocatorio en marcha le ganarán al ritmo de vértigo que nos lleva hacia el precipicio de la crisis humanitaria y el default? Nadie lo sabe.
Lo primero, convengamos, es ayudar a que la transición resuelva esta especie de Abraxas que marca nuestra dualidad existencial y constitucional con el menor costo posible, sin comprometer nuestro derecho a la democracia. Las opciones están sobre la mesa. No se excluyen. Todas a una deben hacer parte de la estrategia que apunte al cambio de gobierno. La tensa situación social y económica y su evolución habrán de determinar la viabilidad o no de ellas y su éxito.
Empero, para reconstruir a la nación e imaginar la Venezuela del futuro, es pertinente y de modo inevitable, volver a las raíces, sin que ello implique recrear lo imposible, es decir, el pasado, pues las variables constitucionales de la era corriente dominada por la virtualidad global serán inéditas sino distintas.
A lo largo de nuestra historia constitucional, que muestra 26 textos fundamentales o 28 si se incluyen el Acta de la Independencia de 1811 y el Estatuto Constitucional Provisorio de 1914, y salvo el programa constitucional de sabios equilibrios que representa la Constitución de 1961 – madre de nuestra república civil y la de mayor vigencia, casi 40 años – su evolución se nutre de mitos y de patadas. Entre simples circunstancias que motivan la mayoría de nuestras Constituciones – reformas a fin de asegurar la permanencia en el poder de nuestros gendarmes civiles o militares, todos populistas – lo determinante es el fondo que anima a las grandes corrientes intelectuales que nos hacen añicos como pueblo y tienen su peor emblema en el texto de 1999.
¿Acaso es llegada la hora de enterrar los mitos, incluido el colombino de El Dorado? ¿Será posible plantearnos la reinstitucionalización de nuestra Fuerza Armada en modo que los venezolanos alcancemos emanciparnos? ¿Seremos capaces de ponerle punto final al apalancamiento de la diarquía dictatorial de Maduro y Cabello por parte de las bayonetas, cuyos fueros privilegia Chávez hasta el momento de su muerte en La Habana?
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