El derecho universal de las gentes – José Rafael Herrera

Por: José Rafael Herrera

A Erik Del Bufalo

Según los especialistas pertenecientes al ámbito jurídico y político, el derecho natural es una doctrina de origen filosófico que se sustenta en la presuposición de la existencia de principios “naturales” o, sería mejor decir, racionales, anteriores a toda legislación establecida por el derecho positivo, y que constituyen la sustancia de todo posible modelo o “norma universal”, sobre la cual cabe formular leyes, juicios y, por supuesto, métodos que permitan poder juzgar la validez formal de las unas y de los otros. No sin razón, se dice que la doctrina del derecho natural, o Iusnaturalismo, es la hija legítima de la cultura moderna, de la cultura del entendimiento abstracto, más allá del hecho de que sus orígenes se remonten a la filosofía antigua, y que el surgimiento del estoicismo, el neoplatonismo y la reinterpretación medieval de Aristóteles terminaran en una concepción filosófica y política más alejada de Dios y más cercana a la razón instrumentalizada.

En efecto, con el Renacimiento y, en especial, con Moro, Maquiavelo y Erasmo, la filosofía y la política comenzaron a desprenderse definitivamente del dominio religioso, para fijar la atención en la antigüedad clásica, e ir progresivamente estructurando aquella auténtica reforma intelectual y moral que hoy se conoce con el título de “tradición humanista”. Pero, y en todo caso, cuando se habla de derecho natural se habla, sin duda, de su difusión y hegemonía a partir de la Edad Moderna y, particularmente, con Hugo Grocio, cuyos principios –expuestos en el ensayo De iure belli ac pacis, de 1625– hacen del derecho natural un “dictado de la recta razón”, que ordena no ser modificado ni siquiera por la voluntad de Dios, dado que su poder –el de Dios– no alcanza a hacer proposiciones contradictorias, pues si Él tuviese el poder de hacerlas no sería una fuerza suprema, sino una debilidad: “Así como ni siquiera Dios puede hacer que dos por dos no sean cuatro, tampoco puede hacer que lo que es intrínsecamente malo no lo sea”. En suma: en lo que se refiere al derecho y al Estado, Dios no solo tiene que ser coherente consigo mismo: tiene la obligación de aceptar que no es –por lo menos no directamente– su obra, sino que es el resultado del artificio humano.

Sin duda, Grocio ha hecho dentro de la historia del pensamiento jurídico-político una enorme contribución, aunque le quede aún mucho camino por recorrer. Porque, más allá de las consideraciones hechas por Grocio, el derecho natural, muy por encima de sus presupuestos formales, siempre dependerá de las condiciones políticas y culturales objetivas dentro de las cuales a cada tendencia le corresponde interpretar su propia circunstancia histórica, su propio tiempo.

Fue Giambattista Vico el primero en llamar la atención acerca de lo que consideraba como una comprensión concreta del derecho natural. De hecho, Vico, muy superior a Grocio y al resto de la Escuela iusnaturalista, concibe el derecho natural como un derecho racional “delle genti umane”, es decir, un derecho común al desarrollo de todos los pueblos. La universalidad del derecho se confirma, de este modo, en virtud de su comprensión de todos y cada uno de los aspectos que, históricamente, lo conforman, lo que determina efectivamente su condición universal: desde las figuras jurídicas más primitivas y barbáricas hasta las más civilizadas, como expresión madura, concreta, de su devenir. Se trata, pues, de sintetizar –universalizar– el derecho de las formas y el derecho de las costumbres, la unidad de las oposiciones o, en una expresión, llevar a su concreción la eticidad.

Así, pues, no hay formas “puras”, vacías, sin contenido: un estático y preconcebido criterio de demarcación entre “la verdad” y “la certeza”, entre las formas y los contenidos. Y, en efecto, ¿cómo podía darse que hombres primitivos, barbáricos –recién salidos del salvajismo– salieran de la selva, donde hasta entonces habían vivido como animales, para establecer, por vía de un presunto “mandato natural”, una abstracta formalización, un pacto que les permitiera convivir según los principios y las leyes de la civilización? Es que ni siquiera tenían una noción de lo que es un “pacto”, ni eran capaces de comprender o de efectuar en la práctica la complejidad inherente a tal noción. En realidad, solo pueden existir hombres dispuestos a pactar dentro –y no fuera– de una “Bildung”, de un Estado plenamente constituido, desde el interior de un determinado organismo político y social. Si no se objetivan las relaciones sociales, la noción de “pacto” carece de todo significado efectivo. La pretensión de fundar el Estado a partir de una premisa formal, de una abstracción, es una contradicción en los términos. De hecho, las constituciones no son la premisa sino, más bien, la consecuencia, el resultado del devenir de la cultura, del quehacer social.

Se dice, al modo nazi, que nada está “por encima” de la constitución. Pero, como se ha visto, las constituciones son enunciados formales, el resultado de la conquista del “derecho de las gentes”, como dice Vico. Ninguna constitución puede estar por encima del modo de ser, es decir, del producir real de la sociedad. La realidad del Estado, concebido como un “bloque histórico”, determina la constitución y no al revés, porque es ese “bloque” el que la funda. En Venezuela, de hecho, como ha afirmado recientemente Erik Del Bufalo, se ha producido una suerte de “fetichismo constitucional”, con el premeditado propósito de confiscar la libre voluntad de los ciudadanos. Las “repúblicas” no son “aéreas”, como “deben ser”, sino como son. El derecho universal de las gentes, concebido en su historicidad, es el contenido real, la “causa sui” de toda posible forma jurídica.

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