Por: Soledad Morillo Belloso
Si enciende la televisión venezolana a la hora de los noticieros y de los poquísimos programas de opinión que quedan, usted pensará que es víctima de alguna suerte de hechizo y que ha perdido la razón. Que eso que usted siente y padece es un mal inventado por su mente acalorada y enferma. A según esos programas, Venezuela tiene problemas, pero la broma, ahhh, no es para tanto. Los medios oficialistas le hacen el juego al gobierno, le llevan el apunte. Los privados se miden. Las colas, la indignación de la gente, las evidentes muestras del desabastecimiento y la escasez, las indisimulables evidencias del bachaqueo que cuenta con la complicidad de las fuerzas de seguridad del Estado, la inseguridad. Nada de eso sale en pantalla. Somos un país feliz. Algunos “gurúes” de la comunicación política afirman que mostrar la realidad con crudeza genera desesperanza. Supongo que estos genios no estudiaron a Churchill y su famoso “sangre, sudor y lágrimas”. Ni leyeron La Ilíada y La Odisea.
Comienzo por marcar que conozco y quiero mucho a Leopoldo López. Que creo que él no es tan sólo un preso político, sino, mucho más grave, un secuestrado del régimen autocrático apoltronado en el poder. Que la lucha de Leo es válida y valiosa. Pero Leopoldo no tiene un pelo de tonto. Quizás en ocasiones sea un poco extremista para mi evaluación profesional. Leo sabe que la meta y el objetivo de su lucha hoy no es que lo liberen de su injusto encarcelamiento. El no quiere convertirse en un Solzhenitsyn, en uno de los liberados de la Isla Dawson, o en un Huber Matos, por sólo poner tres ejemplos que ni explicación requieren.
Cuando Henrique Capriles salió de la cárcel, muchos creyeron que, traumatizado por la experiencia y con el halo místico que se le notaba, se retiraría de la política. Tal cosa no ocurrió. Muy por el contrario, creció internamente y reveló mucho mejor liderazgo. Los políticos con vocación de estadistas no se retiran. Nunca. Los obstáculos les hacen madurar.
El régimen saca cuentas. El costo político de liberar a Leopoldo y a los otros presos políticos sería alto. Si bien podría tratar de venderlo como un acto humanitario, la población lo leería como una debilidad y, tanto más grave, como darnos la razón a los millones que pensamos que encarcelar a opositores no es sino un acto de barbarie de un gobierno profundamente incivilizado. Entonces, por lo pronto Leopoldo no será liberado. El gobierno aguanta el chaparrón de la protesta internacional y el exhorto de personalidades de mucho peso antes que permitir que el liderazgo de Leo ande suelto. Porque, además, el gobierno sabe bien que todas las diferencias entre los dirigentes de oposición serían puestas en remojo. Que para discutir siempre habrá tiempo más adelante. Primero lo primero. Y lo primero es la elección del nuevo parlamento nacional.
La huelga de hambre es una estrategia de bajo impacto. No sólo porque el gobierno la niega (hasta el mismísimo Defensor del Pueblo la descarta) sino porque los venezolanos de a pie no tienen tiempo para otra cosa que no sea sobrevivir en este desmadre al cual la palabra “crisis” le queda como pantalones brincapozos.
La campaña de la oposición debe tener tres premisas, a saber, éste es un gobierno corrupto hasta los tuétanos; la Asamblea Nacional Roja Rojita es la causante y principal cómplice de este miserable estado de cosas; la democracia no admite presos políticos y que deje de haberlos depende directamente de lograr que el oficialismo pierda la mayoría parlamentaria. En esas tres premisas cabe todo. Y cada ciudadano, incluidos los que votaron por el oficialismo y que nada tuvieron que ver con el enchufadismo, encontrará razones de sobra para dar de baja, con votos, a unos diputados carmesí que son culpables y responsables. Hay que cambiarle el color al futuro.
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