Por: Alberto Barrera Tyszka
Cuando en diciembre del año 2013 se realizó una reunión en Miraflores, donde por fin coincidieron gobernadores y alcaldes de la oposición con el gobierno central, Nicolás Maduro justificó ese encuentro asegurando que él creía “en la paz como bien supremo”. Un año y medio después, la paz en Venezuela es una herida. Está hecha mierda. Da susto. Da tristeza. Da vergüenza.
¿Cuál imagen puede ser más puntual, más exacta? ¿Un hombre delgado y verde, en el pasillo de un hospital, esperando un turno para ser operado? ¿La esposa de un policía, que ya no es esposa sino viuda, llorando a las puertas de la morgue? ¿La cola inmensa de gente, en cualquier lugar del país, esperando un turno para poder comprar jabón o harina de maíz? ¿Los jóvenes o los tuiteros que están presos por protestar? ¿La cantidad de estudiantes cuya única idea de futuro es huir del país? ¿80% de los venezolanos que, según una investigación de tres importantes universidades, no puede comer completo?… Un año y medio después, la paz de Nicolás Maduro lleva uniforme y tiene permiso para disparar contra las manifestaciones.
La idea de que la violencia es la única forma de garantizar la paz no es novedosa. Ha estado al servicio, durante buena parte de la historia, de la explotación y de la esclavitud, de las tiranías y de las guerras. Desde sus inicios, el gobierno de Maduro ha apelado constantemente a este argumento. Maduro asumió la presidencia y se declaró, instantáneamente, víctima de una guerra. Su fragilidad electoral definió un proyecto de fuerza que sentenció que gran parte de los ciudadanos pasaban a ser sus enemigos.
Una de las prioridades fundamentales de estos dos primeros años del gobierno de Maduro ha sido la legitimación de la violencia. El oficialismo se ha empeñado arduamente en lograr que la represión y la censura formen parte de nuestra normalidad. Esta semana, por ejemplo, la Asamblea Nacional se dedicó a debatir sobre una supuesta campaña mediática en contra de la honra de Diosdado Cabello. Se trata de una discusión insólita en un país donde no se consigue Eutirox y donde los policías marchan para que el Estado los defienda. Pero es un procedimiento coherente para que la sociedad perciba que es natural que Cabello demande a varios medios de comunicación, todos ellos independientes y cuestionadores del gobierno.
Es un método delirante y perverso. Una farsa descarada. Hace poco, el mismo Diosdado Cabello acusó a Felipe González de haber “dirigido grupos paramilitares para asesinar personas”. No ha presentado una prueba. ¿No debería el ex presidente español plantear una demanda? Hace dos meses, Diosdado Cabello acusó a Antonio Ledezma y a Julio Borges de tener un plan para “eliminar físicamente” a Leopoldo López. VTV reprodujo la noticia. ¿Le sale demanda? También responsabilizó a Lorent Saleh de la muerte de Robert Serra. Y escribió en su cuenta de Twitter que Henrique Capriles era un mafioso y un asesino. Nunca ha presentado una sola evidencia. ¿La justicia no debería hacer algo con un caso así? ¿Se puede demandar a todos los que retuitearon al presidente de la AN? ¿Se pueden declarar non gratas las cuerdas vocales de Diosdado Cabello?
En nombre de la paz, acorralan a los medios y a los periodistas. En nombre de la paz, organizan maniobras militares. En nombre de la paz, encarcelan a alcaldes. En nombre de la paz, se quedan con los dólares. Y todavía hay un chavismo cándido que cree en el nacionalismo, que se emociona con las consignas, que sigue pensando que esto es una revolución. Vivimos dentro de un espejismo absurdo. El gobierno desarrolla un modelo que –según las viejas y atinadas palabras del historiador Martin Malia– “no es un ataque contra abusos específicos del capitalismo, sino contra la realidad. Es una tentativa de abolir el mundo real, un intento condenado a largo plazo, pero que durante un determinado período consigue crear un mundo surrealista definido por esta paradoja: la ineficiencia, la penuria y la violencia se presentan como el bien supremo”.