Sea porque hay sanciones internacionales o porque el gobierno es selectivo ideológicamente en lo referente a con quién hace negocios, el resultado es un fortalecimiento de los potenciales inversionistas -países o privados- que se vuelven más deseables al punto de colocarse como indispensables. El nuevo convenio cambiario es una medida que toma el gobierno no por gusto sino porque no le quedó de otra. De hecho, fue una imposición (no tan solo una exigencia) de esos inversionistas que sin lo que en la letra de ese convenio simplemente no juegan.
La Venezuela que viene es una feria de negocios y, también, negociados. Los enchufados, coimeros y otras especie de sabandijas tienen real, en dólares, euros y yuanes, mucho más de lo que cabe en la mente de cualquier ciudadano del común. Tienen para, por ejemplo, comprar empresas que fueron expropiadas (con correspondiente pago o sin él), o que fueron abandonadas por sus titulares (en medio de la ahogazón optaron por dejar el pelero) y que hoy son princesas durmientes rodeadas de monte y culebras. Para un gobierno en bancarrota (los países no quiebran pero los gobiernos sí), entregar esas empresas a cambio de ponerlas a producir así sea con discutible calidad es su única salida. La lista llega a más de 700 empresas, en los más variados sectores. Pero estos lavanderos no tienen un pelo de tontos. Y pusieron sobre la mesa la libertad de gestión financiera como un “o es así o nos llevamos la música a otra parte”.
Lo mismito -libertad- exigen (no meramente piden) los inversionistas extranjeros, esos que van a entrar en los negocios sea por compra o por acuerdos de operación. Esos lograron todavía más, porque en diversas aéreas han conseguido incluso exoneraciones de impuestos, aranceles y otros tributos. Al capital internacional, del que hay en abundancia regadito por el mundo, poco o nada le importa si el gobierno viola derechos humanos, si los más altos funcionarios son mal hablados, insultantes y escatológicos, si los venezolanos que cruzan los montes se convierten en refugiados, si el consumo promedio en amplios grupos de la población es de 800 calorías diarias . Porque todas esas cosas (y tantas más) son competencia de los estados, los gobiernos, los tribunales, las organizaciones internacionales, las iglesias. No de los inversionistas.
Creyeron que Venezuela era un barril sin fondo. Así quedaron sin fondos. Y debe hasta los botones de la camisa. Ergo, no tiene cómo financiar la recuperación de áreas tan fundamentales como la energía eléctrica, la producción de petróleo, el agua, el gas, las telecomunicaciones y un ristra interminable. Venezuela no tiene plata ni para tapar los huecos en las carreteras y calles. Así las cosas, como no quiere “caer en las fauces” de los multilaterales, el gobierno no tiene de otra que negociar con los inversionistas, los buenos y los malucos, los decentes y las sabandijas. Y complacerlos en sus peticiones.
Lo bueno de todo lo malo que nos pasa puede ser que, al cabo de todo este doloroso proceso, en Venezuela terminemos con gobiernos que no estén en posición de pisotearnos. Pero ese es un tema complejo que abordaremos en letras aparte.