Por: José Rafael Herrera
Decía Kant, en uno de sus más célebres ensayos, titulado “Sobre la paz perpetua”, que “el estado de paz entre hombres que viven juntos no es un estado de naturaleza”, porque este último es, más bien, un estado de guerra permanente, un estado en el que “si bien las hostilidades no se han declarado, siempre existe una constante amenaza”. Un estado de paz -dice Kant- amerita ser instaurado por la sociedad, dado que la simple omisión de las hostilidades de los unos con los otros no significa, en modo alguno, garantizar su efectiva desaparición: “si un vecino no da seguridad a otro (lo que sólo puede suceder en un estado legal) cada uno puede considerar como enemigo a quien le haya exigido esa seguridad”.
Los venezolanos vivimos día a día y cada vez con mayor intensidad, en los confines de un “estado de naturaleza”, pleno de horrendos asesinatos, de robos y secuestros, de recíprocas hostilidades que, incluso, se pueden constatar en el maltrato cotidiano que los unos con los otros se infligen, incluso en medio del simple y cotidiano intercambio de palabras, porque hasta la palabra, deformada hasta el retorcimiento, ha devenido ‘corpus’ de un espíritu caracterizado por la pobreza y la violencia. Se trata, en realidad, de una situación que bien podría ser objeto de un estudio detenido, denso, y que quizá permita comprender, más que entender, esta suerte de ‘círculo de círculos’ que conforma la espiral ascendente de una barbarie que no parece tener fin. En todo caso, “Aquí está la rosa, aquí hay que saltar”, como dice Hegel. Nadie podrá poner en duda el hecho de que la violencia, como modo objetivo de vida, fue instaurada hace ya unos cuantos años. Sólo que es ahora cuando se sufren las consecuencias de eso que una vez algún galáctico interplanetario acuñara con una frase tan terrible como triste: “soltar los demonios”.
En realidad, el proceso de descomposición continuo y progresivo de la vida social de los venezolanos, esta –“sub specie aeternitatis”- forma de la percepción hostil y agresiva del otro, no es la primera vez que se padece, y quizá no sea la última. Más bien, tiene viejas raíces que se remontan a la época inmediatamente posterior a la guerra de independencia. Desde la perspectiva del movimiento de su decurso histórico, una y otra vez, sus fundamentos fenoménicos se encuentran en el resentimiento social acumulado y siempre latente, para el cual -lo que también se puede constatar históricamente- no han sido suficientes los mecanicismos característicos de la represión para ser “controlado”, sometido ni, mucho menos, erradicado. La represión es, de hecho, una expresión reflexiva, es decir, impotente del propio resentimiento social, porque en el fondo la represión es idéntica al resentimiento, es la “otredad de esta otredad”, lo carente de razón y, por ello mismo, de la necesaria capacidad de reconocimiento que permita superar efectivamente el conflicto.
La hostilidad -la violencia como tal- es, pues, resultado del no-reconocimiento y, en consecuencia, es un síntoma inequívoco de irracionalidad. Se combate la violencia con violencia cuando la razón ha sido substituida por el temor o, lo que es igual, la recíproca desconfianza. En cuyo caso los hombres abandonan, como dice Kant, el “estado de paz” para asumir el ‘estado de naturaleza’, hundiéndose en la barbarie. El “mal-andro” (el hombre de mal) deviene, entonces, el “modelo” y “la entidad natural” hasta convertirse en hábito y costumbre del quehacer social. Pero, además, cuando semejante experiencia fenoménica es traducida en justificación conceptual y, finalmente, en crasa ideología, se asiste nada menos que a aquello que el viejo Lukács, en abierta y casi obsesiva confrontación con las corrientes irracionalistas que más tarde terminarían enarbolando las banderas de la posmodernidad, denominara como “El asalto a la Razón”.
La tesis de Lukács, quizá hoy en día un tanto decrépita y no del todo exacta en cuanto a sus precisiones hermenéuticas -por lo menos eso piensan los seguidores de Nietzsche y Heidegger, entre otros- consiste en mostrar la relación existente entre, justamente, una sociedad que ha sido arrastrada al odio, al resentimiento y la violencia -sustituyendo su ‘estado de paz’ por el ‘estado de naturaleza’- y la justificación “metafísica” de semejante monstruosidad. La razón es reconducida por Lukács a su ámbito natural: la sociedad, pues es cosa del mundo salvaje el imperio de los instintos, de la mera percepción, del abstracto sentimiento que llega, a lo sumo, a la idolatría y a la sumisión, a la esperanza y al temor. Y en esto, más allá de los puntos débiles, no desarrollados, de su continuo “lenguaje de Esopo” o de las imprecisiones interpretativas de éste o de aquél autor, sus argumentos prosiguen la línea de continuidad y desarrollo de los grandes pensadores del idealismo alemán. No hay, en realidad, nada menos metafísico que la justificación de la irracionalidad que culmina en la violencia. Laureano Vallenilla Lanz, por ejemplo, autor del conocido “Cesarismo democrático”, pudo haber sido un buen publicista o un mediano historiador de las ideas, pero, en estricto sentido, como “metafísico” fue el más destacado y asiduo de los aduladores del régimen gomecista. No basta, a los fines de definir la metafísica en sentido enfático, insistir en aquel saber que está “más allá de la física”, si por “más allá” se admite el “por encima” y se abandona el significado fuerte de “prima philosophia”.
En todo caso, el objetivo de pretender “conceptualizar” la barbarie es un riesgo que debe correr quien lo asume, porque tarde o temprano se vuelve no sólo contra el régimen que pretende justificar sino, incluso, contra sí mismo. Las sociedades históricamente más atrasadas y empobrecidas son aquellas que promueven la violencia desde el Estado, de un Estado que, por lo demás, es incapaz de prevenir la violencia y de propiciar un clima de mutuo reconocimiento entre sus miembros, porque se sustenta de la violencia. Y así como vive de la violencia termina sus días por la violencia. Se siembra el odio y no se recogen serpentinas.
El ingreso a un “estado de paz” depende del grado de civilidad que la educación sea capaz de alcanzar. Las ya habituales formas de estrangulamiento contra las universidades autónomas son una prueba fehaciente del desprecio brutal que se le profesa a la inteligencia, a la idea -por cierto de Marx- de la “actividad sensitiva humana”, de la praxis, como único camino posible para conquistar el desarrollo, producir la riqueza y conquistar la paz social. No es valiente quien agrede. Un gorila no por el hecho de ser gorila se hace valiente, entre otras cosas porque la valentía no es una cualidad natural, sino una conquista. “Virtù”, la llamaba Maquiavelo. Por el contrario, quien ejerce la violencia pone en evidencia su triste condición humana, su profunda cobardía y su patética inseguridad frente al saber.
Excelente, sin desperdicio. “Triste condición humana. profunda cobardía y patética inseguridad frente al saber” Estas son las tristes condiciones o características de quienes nos gobiernan y han traído tantas calamidades a nuestros país y por ende a nuestras vidas.