Por: Sergio Dahbar
Mientras usted lee estas líneas, hoy sábado primero de febrero de 2014, a las diez y treinta de la mañana, en la ciudad amurallada de Cartagena de Indias, frente al Mar Caribe colombiano, un filósofo y un escritor, Rudiger Safranski y Cees Nooteboom, el primero alemán y el segundo holandés, conversarán durante cuarenta minutos ante una audiencia encantada.
Hablarán sobre la actualidad de las ideas de Rousseau, Hoffman, Shopenhauer, Nietzsche, y sobre los desvíos posibles que escogen quienes escriben sobre viajes. Este es el tipo de magia que inspira el Hay Festival, como diría Bill Clinton, “el Woodstock de las letras’’.
Esta conversación, atiborrada de un público conformado por estudiantes, profesionales, intelectuales y ciudadanos corrientes, ocurre en un teatro clásico de la ciudad que llevaba el nombre del fundador de Cartagena, Pedro de Heredia, y mira hacia el mar. Fue construido en 1906 y se alzó sobre las ruinas de la Iglesia de la Merced, siguiendo el modelo del Teatro Tacón de La Habana.
Ahora ostenta el nombre de una personalidad colombiana, Teatro Adolfo Mejía, y es sin duda una de las joyas arquitectónicas de la ciudad Heróica, que ha sido restaurada y conservada para los diferentes festivales que nacen y desaparecen todos los años en Cartagena.
Todo el que ha viajado a Cartagena de Indias para participar en Hay Festival siente una corriente de energía que lo marca para siempre. Resulta difícil olvidar la amabilidad y el calor de los costeños.
Las calles respiran frescura y están abiertas de brazos para recibir a los visitantes que buscan en la creación y el debate de ideas diferentes, espacios para pensar y divertirse. Bajo el calor radical de los mediodías, los visitantes se refrescan con fruta fresca para seguirle el paso a tantos visitantes ilustres.
No es para menos. En sus calles se pierden y se reencuentran todos los años varios premios Nobel, como Mario Vargas Llosa y Herta Müller; celebridades del mundo de la música y el espectáculo, como Juanes y Gael García Bernal; junto a dos o tres expresidentes, como Belisario Betancourt y Ernesto Samper, que asisten a oir las conversaciones como cualquier hijo de vecino.
A la misma hora que Safranski y Nooteboom hablarán de filosofía y viajes; el crítico Jorge Iván Parra y el librero Felipe Ossa, conversarán sobre Cien remedios para la soledad: es el título de la recopilación que hizo Parra de las cien mejores novelas que ha leido en su vida.
Por momentos resulta difícil escoger qué encuentro es más interesante. Hoy a la misma hora que las conversaciones citadas, el hijo de Susan Sontag, David Rieff, junto Piedad Bonnett y Rosa Montero, meterán el cuerpo y el alma en un asunto peleagudo: cómo escribir sobre la pérdida de una persona querida.
Y apenas he enumerado tres encuentros simultáneos, entre ciento cincuenta que le quitan el sueño a los participantes. Hay de todo y para todos: se habla de política, sexo, comida, pensamiento, historia, corrupción, periodismo gráfico, poesía, dinero, sueños, utopías fracasadas, y el cada vez más difícil oficio de los editores de libros en tiempos de incertidumbre e inestabilidad.
Nada más en el día de hoy compartirán puntos de vista sobre las injusticias en tiempos violentos; la fundación de Panamá; el beisbol como metáfora de Estados Unidos; la ciencia del sexo; la infancia y juventud del expresidente Hugo Chávez; la complicidad de los grupos humanitarios con las grandes tragedias contemporáneas; y el fin del conflicto árabe israelí. Y todavía falta el programa del domingo.
Todo esto es posible porque el Hay Festival esconde una filosofía que deberíamos imitar: hay que entender la vida desde el punto de vista de otra persona. Sólo a través de los otros podemos mirar hacia el futuro con grandeza y ser mejores personas.
Durante cuatro días, que parecen infinitos, quienes ingresan en una de las ciudades más hermosas del Caribe saben que encontrarán a los autores que han escrito sus libros favoritos; que compartirán sus sueños y debilidades; y que los verán disfrutar de un helado o de la cadencia de la noche tropical, más allá de la medianoche, cuando la rumba estalla en casi todas las esquinas de la ciudad.