Por: Ángel Oropeza
Lo militar tiene que ver fundamentalmente con la defensa de la soberanía y la integridad territorial de un país. Esta es una función no solo importante para cualquier nación, sino merecedora de toda consideración y respeto. El militarismo, que suena parecido pero no lo es, constituye por el contrario una auténtica perversión social, generadora de repulsión y condena por sus efectos catastróficos sobre cualquier sociedad.
El militarismo es un fenómeno frecuente en países del Tercer Mundo, y es uno de los síntomas típicos del subdesarrollo político de una sociedad. Y esto es así porque en las sociedades modernas, a diferencia de los países más primitivos, nadie discute que las fuerzas militares tienen que estar sometidas al poder civil.
El militarismo tiene dos facetas principales: por un lado, se entiende como la intrusión indebida y abusiva de las fuerzas armadas, o de sus miembros, en la conducción del Estado. Un país preso del militarismo es uno donde la población es convencida de que “lo militar” es la esencia misma del Estado, que la fuerza armada tiene el derecho de tutelar el mundo civil, y por ende entrega a los militares el poder de decidir sobre el destino de los demás. En una palabra, es una corrupción del modo militar de actuar en una sociedad.
La segunda faceta es igualmente perversa, porque supone la imposición a la sociedad de los códigos, lenguaje y formas de comportamiento castrenses, donde estos resultan no solo extraños sino inaplicables. En los cuarteles, la vida está signada por necesarias relaciones jerárquicas de obediencia y mando. Fuera de ellos, en el mundo civil, la convivencia social está caracterizada –y no puede ser de otra manera– por la discrepancia de opiniones y por la heterogeneidad de criterios entre personas iguales. Imponerle entonces los códigos y maneras de actuar y pensar castrenses a esta complejidad social es tan contranatura que solo puede hacerse a través de la represión de unos y la sumisión de otros.
En América Latina, el militarismo se ha expresado en gobiernos de distinto signo ideológico: Trujillo, Batista, Stroessner, Pérez Jiménez, Somoza, Perón, Duvalier, Velasco, Rojas, Torrijos, Castro, Pinochet, son todos ejemplos de esta perversión militarista. Los últimos ejemplos que registra la literatura ocurren en nuestro país, con Chávez y Maduro como lamentables referencias.
Esta semana, específicamente el día 24 de marzo, se cumplen 35 años del asesinato de un valiente sacerdote, arzobispo de San Salvador, quien se enfrentó con fuerza esta enfermedad del militarismo: Oscar Arnulfo Romero. A la edad de 62 años, y mientras oficiaba una misa en el Hospital de la Divina Providencia, fue ejecutado por un francotirador al servicio de los violentos de su país. El día anterior a su asesinato, durante la homilía dominical en la Catedral de San Salvador, Romero había lanzado una hermosa y contundente proclama antimilitarista, que hoy sigue resonando en nuestro continente, con una vigencia que nos toca muy de cerca:
“Yo quisiera hacer un llamamiento, de manera especial, a los hombres del Ejército. Y en concreto, a las bases de la Guardia Nacional, de la policía, de los cuarteles: hermanos, son de nuestro mismo pueblo. Matan a sus mismos hermanos. Y ante una orden de matar que dé un hombre, debe prevalecer la ley de Dios que dice: ‘No matar’. Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la Ley de Dios. Una ley inmoral nadie tiene que cumplirla. Ya es tiempo de que obedezcan antes a su conciencia que a la orden del pecado… En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡cese la represión!”.
El 3 de febrero pasado, el papa Francisco autorizó la promulgación del decreto que proclama a monseñor Romero “mártir de la Iglesia”. La ceremonia de beatificación se llevará a cabo en San Salvador el próximo 23 de mayo. El antimilitarismo latinoamericano acaba de llegar a los altares.