Por: Alberto Barrera Tyszka
A quella mañana, ni tibia ni fría, se levantó unos segundos antes de que comenzara a sonar el himno nacional. Fue algo repentino, sorpresivo. Como si su inconsciente acabara de sentir un calambre. Apagó el despertador de un manotazo, evitando que se activara la radio, y permaneció unos segundos estático, mirando hacia el techo, que es como mirar hacia la nada. Por fin había llegado el día, el gran día, el día definitivo. Y él no quería estrenarlo. El diputado 99 deseaba quedarse así, en la cama, sin moverse, sin salir, sin ver a nadie. Solo eso. Solo cerrar los ojos y no ver pasar la historia.
Con todo lo que ha ocurrido, con todo lo que ha hecho y deshecho el poder para conseguir un probable diputado 99, se podría escribir una gran novela de suspenso, intrigas y corrupción; un relato sobre el absurdo y oscuro manejo que ha tejido una casta dominante para gerenciar su fracaso y seguir controlando la riqueza pública y el orden institucional. La historia de un partido que, en nombre de la verdad, engaña a los ciudadanos.
Lo primero que habría que decir es que el proyecto de ley Habilitante es un atentado contra el sentido común. Desde 2007 hasta el comienzo de este año, de 72 meses de trabajo, 36 han transcurrido bajo el régimen habilitante. La mitad del tiempo laboral de nuestros parlamentarios está muerto, o al menos está dedicado a faenas más intrascendentes y no su labor prioritaria, para la que fueron elegidos. No solo el diputado 99, sino también todos los otros 98, que como manada obediente sigue las órdenes superiores, están a punto de decirnos que ellos son inútiles, que no saben hacer su trabajo, que su praxis política es absolutamente prescindible. Así también se puede leer la petición de Maduro en la Asamblea Nacional. Ni siquiera siendo mayoría sirven para algo. Habilítenme, pendejos.
Porque el discurso del presidente, a pesar de las referencias eruditas, no ofreció una argumentación convincente. Demasiado Derrida y poca realidad. Y perdónenme la rima. Pero no hubo un solo planteamiento nuevo, distinto de la eterna rockola donde suenan las piezas de siempre: “La culpa es del Imperio”, “Maldita burguesía”, “No hay nadie como yo”, “No me dejes, Corazón”…
Un hilo musical que el gobierno considera más potable que las promesas de Merentes y las teorías de Giordani.
Al final de su discurso, a manera de síntesis, Maduro destacó las tres razones que lo llevaban a pedir poderes especiales.
La primera fue: “Para derrotar la guerra económica que se está haciendo contra nuestro pueblo”. Esta es la matriz de opinión que el oficialismo ha elegido e intenta imponer en el país.
Es alienación envasada al vacío. Contaminación simbólica de alto calibre. Lo tienen todo.
Tienen el capital, las leyes, las propiedades, los sindicatos…
pero no quieren tener ninguna responsabilidad. Ahora la culpa es de una guerra, de un enemigo maligno. Es una propuesta tan Reagan o tan Bush que da vergüenza. ¿Acaso creen que nadie recuerda las tantas veces que nos repitieron que “la revolución” nos había salvado de “la crisis”? ¿O Chávez mintió cada vez que nos dijo que gracias al gobierno bolivariano Venezuela ya iba rumbo a ser una gran potencia económica? El segundo motivo del resumen de Maduro fue “para acelerar las bases de la nueva ética que clama nuestra patria”.
El tercero y último proponía: “Para colocar a nuestro país en la vanguardia, en la avanzada del siglo XXI”. Es difícil comentar seriamente este par de razones. Ya la inflación y los homicidios, por desgracia, nos tienen a la vanguardia del planeta. Y no hay mucho que agregar sobre la promoción ética en esta quinta república.
El gobierno le ha enseñado al hombre nuevo que es mejor raspar tarjetas que trabajar.
El oficialismo quiere demostrarnos que la única forma de combatir la corrupción es con más corrupción. El 99 es un cuento cínico: la democracia es un estorbo. Para proteger al pueblo, hay que inhabilitar al pueblo.