Publicado en: La Gran Aldea
Por: Federico Vegas
Podemos imaginar a Venezuela como un aquelarre de dráculas que le chupan la sangre a los ciudadanos y los dejan en un estado de zombis sumergidos en la miseria. Y, a su vez, considerar a estos zombis como unos frankensteins cuyas conciencias están conformadas con despojos del pasado, que han dejado atrás las buenas intenciones y la fe al solo encontrar rechazo, mentiras, abandono, pobreza y ninguna fuente de esperanza. En Venezuela vivimos una frankensteinización o franco e intestino desmembramiento de la sociedad, la política y la cultura.
Nuestra nación se ha convertido en una criatura monstruosa. Hasta el nombre que nos congrega ha adquirido una música tenebrosa que acentúa la “zuela” y asusta a los niños en Dinamarca. Ya no dicen que algo huele mal, ahora dicen que huele a Venezuela. Si queremos alcanzar la mayor y más simple de las dichas, la de ser ciudadanos de un país normal, necesitamos definir en qué consiste nuestra monstruosidad y desarmar los mecanismos que la consolidan.
Una de las características es su condición de “inenarrable”. Pongamos un ejemplo. En El País aparece un artículo que esgrime la siguiente cuenta: “Cada dólar se vende en este momento en un millón y medio de bolívares. El billete venezolano de más alta denominación es de 50.000. El bolívar, la moneda latinoamericana más fuerte durante buena parte del siglo XX, hoy no vale nada”.
La noticia es estremecedora, abismal. Pero, ¿será cierta? Me temo que sólo en parte. A ese bolívar que, efectivamente, durante buena parte del siglo XX fue la moneda más fuerte en Latinoamérica, ya le han borrado 8 ceros, es decir que, en este momento, un dólar equivaldría a 150.000.000.000.000 de aquellos orgullosos bolívares de los años ochenta, una cifra más propia de los átomos y las estrellas que de los asuntos humanos.
“Los dráculas señalan las sanciones externas, cuando ellos mismos las han propiciado con sus disparates, conchupancias, crueldades innecesarias y monstruosas”
Muchos de nuestros dramas rebasan los superlativos relativos y alcanzan la soledad de los absolutos, un aislamiento que no favorece las comparaciones y hace difícil explicar a los demás que rayos nos está sucediendo. Por ejemplo, los precios superlativamente bajos que tuvo nuestra gasolina alcanzaron la cima de llegar a ser gratis. ¿Cómo explicar a los habitantes de otros países semejante valor? Abundan otros ejemplos igual de agotadores e inconcebibles. Digamos, para resumir, que nos dirigen líderes incalumniables que generan mermas inmensurables.
Pensando en nuestra situación monstruosa, recordé dos películas que vi de niño, y luego, ya de joven, pude leer la versión original en un par de libros maravillosos. Ese par de películas marcaron con sus oleadas de terror el final de mi infancia, mientras que las dos posteriores lecturas iniciaron mis pretensiones de ser un adulto gracias a la literatura y su maravillosa manera de explicarnos el mundo, o de permitirnos disfrutar con lo inexplicable. La experiencia de leer aislado y sumergido en el silencio de la noche es más profunda y valiente que acompañado en una sala abarrotada de niños aculillados.
II
No recuerdo quién apareció primero en mi vida, si Drácula o Frankenstein. En su gestación se llevan casi un siglo, pero fueron creados hace tanto tiempo que parecen convivir como si estuvieran a punto de tropezarse.
Drácula, creado por el novelista irlandés Bram Stoker en 1897, es dueño de sí mismo y ejerce con el aire jactancioso de los condes su poder sobre los demás. Usa todos los recursos posibles para no usar la violencia y chupar sangre tibia mientras sus víctimas están adormecidas o aleladas. Engaña con promesas de riqueza y no entra sin que lo inviten. Es seductor, elegante, envolvente, mutante, y su capacidad de ser obedecido aumenta mientras más repulsivo es quien le sirve.
Paradójicamente, será en el llamado siglo de las Luces cuando la fama de los vampiros tendrá su mayor auge. En su Diccionario filosófico de 1764, Voltaire se pregunta cómo es posible que en tiempos de Locke, d’Alembert y Diderot se crea en la existencia de seres que salen por las noches del cementerio, succionan la sangre a los vivos y después se vuelven a encerrar en sus fosas mientras sus víctimas quedan pálidas y se van consumiendo.
Polonia, Hungría, Silesia, Moravia, Austria y Lorena, son los países donde los muertos practicaban esa operación. Nadie oía hablar de vampiros en Londres ni en París. Confieso que en esas dos ciudades hubo agiotistas, mercaderes, gentes de negocios que chuparon a la luz del día la sangre del pueblo; pero no estaban muertos, sino corrompidos. Esos verdaderos chupones no vivían en los cementerios, sino en magníficos palacios.
Revisando la novela después de medio siglo, la relectura me ha resultado aún más angustiosa. He vuelto a recordar lo enamorado que en mi adolescencia estuve de Lucía, el personaje que más sufre la implacable persecución y succiones de Drácula. Hoy y ahora, sumergido en ese tramo entre la noche y la madrugada que exigen las lecturas fantasmagóricas, voy pasando páginas y reviviendo la lenta muerte de mi patria en las sucesivas frases que nos conducen hasta las dos muertes -como mujer y como vampira- de mi trágica heroína:
“Lucy estaba dulcemente bella en su vestido de lino blanco; desde que llegamos tiene un bellísimo color”.
“Lucy, aunque está tan bien, últimamente ha vuelto a caer en su antigua costumbre de caminar dormida”.
“Lucy está enferma; no es ninguna enfermedad especial, pero su aspecto es enfermizo y está empeorando cada día”.
“Cuando la vi hoy quedé horrorizado. La encontré terriblemente pálida; blanca como la cal. El rojo parecía haberse ido hasta de sus labios y encías, y los huesos de su rostro resaltaban prominentemente. Dolía ver o escuchar su respiración”.
“¡Esto es terrible! No hay tiempo que perder. Se morirá por falta de sangre para mantener activo su corazón. Debemos hacer inmediatamente una transfusión de sangre”.
“Su cuerpo ya no responde al tratamiento tan rápidamente como en otras ocasiones”.
“La respiración de Lucy se volvió estertórea una vez más, y repentinamente cesó del todo”.
“El cadáver se parecía a Lucy vista en medio de una pesadilla, con sus colmillos afilados y la boca voluptuosa manchada de sangre, que lo hacía a uno estremecerse a su sola vista. Tenía un aspecto carnal y vulgar. Parecía una caricatura diabólica de la dulce pereza de Lucy”.
Y así llegamos a la ceremonia final.
El doctor van Helsing le pide autorización a Arthur para “matar” al monstruo. El joven, destrozado por la transformación de su amada, acepta. El doctor van Helsing y sus ayudantes completan el rito para que la joven pueda descansar en paz: Le clavan una estaca en el corazón, la decapitan y le llenan la boca de ajo. De esta manera Lucy Westenra deja de ser una vampiresa. El tormento abandona su alma, por lo que ya puede descansar en paz.
Los lectores acuciosos de Drácula han seleccionado ciertos parlamentos, casi aforismos, que pueden ser útiles para asomarnos a los personajes sin leer las mil páginas de la novela:
Dice Drácula:
-Hay una razón para que todas las cosas sean como son, y si usted viera con mis ojos y supiera con mi conocimiento, posiblemente entendería mejor.
Dice Jonathan Harker, el novio de Lucy:
-Estoy en un mar de preguntas: Dudo; temo; pienso cosas extrañas, que no me atrevo a confesarle ni a mi propia alma.
Dice el profesor van Helsing, el sabio que conoce las técnicas del ajo, la estaca y la hostia consagrada:
-Creo en cosas que no pueden ser. Una vez escuché a un norteamericano que definía la fe de esta manera: “Es esa facultad que nos permite creer en lo que nosotros sabemos que no es verdad”. Él quiso decir que debemos tener la mente abierta y no permitir que un pequeño pedazo de la verdad interrumpa el torrente de la gran verdad, tal como una piedra puede hacer descarrilar a un tren. Primero obtenemos la pequeña verdad. ¡Bien! La guardamos y la evaluamos; pero al mismo tiempo no debemos permitir que ella misma se crea toda la verdad del universo.
III
El otro monstruo, aquel que el cine ha llamado Frankenstein, es en buena parte lo opuesto a Drácula. La historia de su génesis, con Mary Shelley acompañada de su esposo, el bello y joven poeta Percy Bysshe Shelley, y Lord Byron, ya ha sido, a su vez, tema de otras novelas.
Narra la historia de un ser creado a partir de fragmentos de cadáveres procedentes de salas de disección, patíbulos y mataderos. Será un monstruo sin abolengo ni tradición, un aislado experimento sin nombre ni apellido, un ser carente de sentido e identidad. Ni siquiera existe un adjetivo que predomine y lo defina. Es a la vez un demonio, un miserable y un desgraciado. Su título más favorable se lo da la propia Mary Shelley: “Moderno Prometeo”. Los productores de cine terminarán bautizándolo con el nombre del creador que le dio vida, Víctor Frankenstein, quien exclama al observar su creación:
¡Cómo expresar mis emociones ante aquella catástrofe, ni describir al desdichado al que con tan infinitos trabajos y cuidados me había esforzado en formar! Sus miembros debían ser proporcionados y había seleccionado unos rasgos hermosos para él. ¡Hermosos! ¡Dios mío!
El Frankenstein de la novela contrasta con el del cine no solo en el aspecto físico y en el hecho de no adjudicarle el apellido de su creador, sino además, ¡Oh sorpresa!, en su cociente intelectual. En la versión de Mary Shelley es un ser inteligente y cariñoso, deseoso de tener amigos y hasta una novia para compartir sus experiencias. Habla varios idiomas y admira la belleza de las flores y los pájaros. Tiene inclinaciones poéticas y tiende a ser vegetariano. Después de leer El paraíso perdido de Milton comprende que no es Adán, sino otro ángel caído despreciado por su creador y convertido, según sus propias palabras, en pérfido demonio.
Han podido salvarlo sus lecturas de autodidacta. El joven Werther de Goethe le enseñará sobre el amor y llorará su suicidio, sin comprenderlo. En Las vidas paralelas de Plutarco sabrá de hombres dedicados tanto a gobernar como a aniquilar a sus semejantes. Pero la lectura que más habrá de afectarlo se da cuando encuentra por casualidad las anotaciones de Víctor, el padre que lo engendró:
En tu diario de los cuatro meses que precedieron a mi creación, describías con minuciosidad todos los pasos en el desarrollo de tu trabajo. En ellos se encuentra todo lo referente a mi nefasta creación, y revelan con precisión toda la serie de repugnantes circunstancias que la hicieron posible. Dan una detallada descripción de mi odiosa y repulsiva persona, en términos que reflejan tu propio horror y que convirtieron el mío en algo inolvidable. Enfermaba a medida que iba leyendo. «¡Odioso día en el que recibí la vida!» -exclamé desesperado-. ¡Maldito creador! ¿Por qué creaste a un monstruo tan horripilante del cual incluso tú te apartaste asqueado? Dios, en su misericordia, creó al hombre hermoso y fascinante, a su imagen y semejanza. Pero mi aspecto es una abominable imitación del tuyo, más desagradable todavía gracias a esta semejanza. Satanás tenía al menos compañeros, otros demonios que lo admiraban y animaban. Pero yo estoy solo y todos me desprecian.
Su drama es tener mucho del “buen salvaje” de Rousseau, un ser bueno por naturaleza que la sociedad pervierte. Cuando empieza a comprender mejor el mundo que le rodea y logra conocer la historia de su elaborado nacimiento, sufre un creciente rechazo hacia sí mismo. Podría haber sido persuasivo y elocuente si alguien se dignara a escucharlo, pero el continuo maltrato lo convierten en un ser solitario, amargado, vengativo, que, además, está permanentemente atormentado por remordimientos que lo diferencian de otros monstruos de la literatura gótica, como el cínico Drácula.
Solo y excluido vaga por el mundo buscando a Víctor Frankenstein para exigirle el cariño y las obligaciones propias de un creador responsable. Vivirá momentos de arrebato y de rabia, de terror y repugnancia, crimen y furia, que van mermando su capacidad de amor y ternura.
En el Polo Norte se encuentra finalmente con un moribundo Víctor Frankenstein que yace en el camarote de un barco y lo culpa por haberle creado y abandonado a los pocos días, a las pocas horas, condenándolo a la soledad y la miseria. Más tarde, sobre el cadáver de su creador, le ruega al capitán del barco que no lo juzgue con demasiada severidad por sus crímenes, pues nadie ha sufrido por ellos tanto como él mismo, y parte hacia el hielo jurando poner fin a su propia existencia.
“Los frankensteins no pueden organizarse y se van aislando, sintiéndose cada vez más perdidos”
Veamos como hablaba este monstruo tan culto y reservado:
-Cuando la mentira se parece tanto a la verdad, ¿quién puede creer en la felicidad? Me parece estar andando por el borde de un precipicio, hacia el cual se dirigen miles de seres que intentan arrojarme al vacío.
-¿Acaso no tengo razón en odiar a quienes me aborrecen? No tendré contemplaciones con mis enemigos, soy desgraciado y ellos han de compartir mi desgracia.
-No encontrando a nadie que me comprendiera. Quería arrancar los árboles, sembrar el caos y la destrucción a mí alrededor y sentarme después a disfrutar de los destrozos.
IV
¿Qué pueden enseñarnos este par de monstruos tan populares?
Mucho, quizás demasiado, pues pueden ser nuestros reflejos e incluso parte de nuestra esencia. Al buscar el origen latino de la palabra solemos encontrar una frase que creo sea de Cicerón: Monstrat futurum, monet voluntatem deorum. La podemos traducir como “nos muestra el futuro y nos advierte cual es la voluntad de los dioses”. Entendemos mejor la etimología de monstruo si le agregamos una “n” a mostrar: “Monstrar”. De manera que además de funcionar como “un ser fantástico que causa espanto” el monstruo es también una premonición, una “demonstración” y un llamado de alerta ante los que nos trae el futuro.
Partiendo de este “monstrat futurum” voy a examinar las alusiones más evidentes y fáciles, más obvias. Podemos imaginar a Venezuela como un aquelarre de dráculas que le chupan la sangre a los ciudadanos y los dejan en un estado de zombis sumergidos en la miseria. Y, a su vez, considerar a estos zombis como unos frankensteins cuyas conciencias están conformadas con despojos del pasado, que han dejado atrás las buenas intenciones y la fe al solo encontrar rechazo, mentiras, abandono, pobreza y ninguna fuente de esperanza. Tarde se dan cuenta de haber sido engendrados por un padre irresponsable que los dejó a la deriva.
Estos frankensteins tienen una fuerza enorme, poderosa, y podrían acabar con los dráculas que los han creado y recontrachupado, pero se sienten quebrados, aislados, mal ensamblados. Me refiero a la conciencia de una sociedad que hoy se siente monstruosamente desmembrada.
Continuemos con la posible saga. La sed de sangre de Drácula, más extractiva que productiva, no le permite desarrollar su entorno, su fuente de alimento, y termina por acorralarlo y cerrarle las puertas. Solo les queda para vivir sus oscuras y lujosas fosas. Mientras tanto, los frankensteins no pueden organizarse y se van aislando, sintiéndose cada vez más perdidos.
Este es el futuro de un Estado que atenta contra sí mismo. El peor enemigo del gobierno es el gobierno mismo, drenando lo que Eduardo Galeano llamó Las venas abiertas de América Latina. Los dráculas señalan las sanciones externas, cuando ellos mismos las han propiciado con sus disparates, conchupancias, crueldades innecesarias y monstruosas.
En Venezuela vivimos una frankensteinización o franco e intestino desmembramiento de la sociedad, la política y la cultura. Perviven restos cadavéricos de nuestro pasado, teorías económicas obsoletas, instituciones caducas, partidos políticos zombis, prejuicios de todo tipo que conforman un presente convulso que plasma el horror de lo monstruoso en nuestra vida cotidiana, e incluso en el refugio de un imaginario que pretende darnos una ilusión de futuro.