A diferencia de muchos otros latinoamericanos -por no hablar de los ciudadanos del mundo desarrollado- los venezolanos han perdido la capacidad de sorprenderse, de dejar caer la quijada y decir ¡wow!, de pellizcarse para asegurarse que no están soñando, o peor, chapoteando en una pesadilla. Desde hace 16 años, el gobierno del socialismo del siglo XXI no ha cesado un día sin depararnos un nuevo exabrupto, un nuevo sobresalto, un nuevo empujón contra la pared, al ritmo de toda suerte de desaguisados económicos, de atropellos ciudadanos, de exabruptos judiciales. Pocos se sorprenden con la noticia de un secuestro o un asalto cercano, más bien se alegran por los sobrevivientes. La excepción es lo cotidiano.
Se escucha al Presidente en la Asamblea General en la ONU hablar de una supuesta política de paz, de un camino de amor, de esa especie de arcadia que sería Venezuela, amenazada por las fuerzas del mal -un hobbit luchando contra la tinieblas- y se tiene la sensación de estar narcotizado, de escuchar a alguien que habla y habla sin voz, lejano, como en ralentí, mientras uno se pregunta, ya sin asombro: ¿Con qué nos saldrá esta vez?¿Dónde estará la bolita?
Pero las manos se mueven demasiado rápido para la vista, las palabras oficiales son torrenciales y ensordecen los oídos y ya cansa hasta indignarse. Hoy se cierran las fronteras y pasos de camino con Colombia, se lanza a miles de seres humanos a la calle, gente pobre, indefensa en su mayoría, se les expulsa sin miramiento de sus vidas; y mañana se va a Harlem a hablar de los desposeídos de la tierra, de la solidaridad con los débiles, es la foto de ocasión con el “hermano afroamericano”, un pueril photoshop para intentar disfrazar las penurias de quienes están obligados -en los barrios de este país y no allá arriba en el Norte- a sobrevivir serpenteando cuanto expendio de comida encuentran, o a sortear como pueden la muerte que acecha en cada esquina. A qué ir tan lejos a mostrar solidaridad con los desvalidos.
Se habla de paz y amor y se instala en la siquis colectiva un clamor de guerra, de batalla permanente, de enemigos aguaitando en todas partes. El lenguaje es violento, duro como un mazazo, cada letra una amenaza, cada pausa el preludio de nuevos rayos y centellas. Se descalifica a diestra y siniestra, se amenaza velada y abiertamente, quien se opone será señalado, marcado con algún epíteto, o privado de sus derechos conciudadanos.
¿Dónde estará la bolita?
Un reconocido periodista entrevista a un político vecino y se le hace responsable de las opiniones del entrevistado. El comunicado de un ente oficial se encarga de advertir públicamente los límites a los que está sujeto la profesión, se dejan colar sospechas, se ponen en entredicho nacionalidades y lealtades. Se destila un aire de conflagración. Los enemigos están en todas partes y hay que estar vigilantes, la patria así lo reclama.
¡Es tan viejo y descosido el guión! Pero ya no hay otro. No es posible inventar más en el poco tiempo que queda. Los asesores se jalan los pelos, ellos todavía tienen capacidad de asombro. Pero, ¿cómo puede ser? Se dicen los unos a los otros. ¡Nadie puede equivocarse tanto! Exclaman para sus adentros mientras tuercen los ojos. ¡Caballero, le roncan los timbales!, airean en El Vedado. ¡Jo… tío, nos van a llevar con los cachos! Dice un joven político de la nueva casta indignada en Las Cibeles.
Todos saben dónde está la bolita. De allí el rostro grave, sombrío, mientras ellos se toman un café furtivo y friolento en Harlem. Lo murmuran en las colas, lo dicen los bachaqueros de la opinión, lo vaticinan las encuestas, lo susurran las peluqueras, lo callan los edecanes.
En la casilla del 6D.
@jeanmaninat