Los trajinados términos gobernar y gobernabilidad parten de que todo sistema en la naturaleza y en la sociedad tienen tendencia a descomponerse, lo que los expertos llaman entropía. La “cabeza” -el gobierno- de ese sistema actúa metódicamente para aplacar las propensiones al desorden e introducir estabilidad. Por eso, cuando una sociedad está adecuadamente dirigida, básicamente se autogobierna y con el imperio del Estado de Derecho, la ciudadanía crea lo necesario para satisfacer sus necesidades. La energía de la gente se despliega y aparecen círculos virtuosos en las diversas áreas de la acción humana. Las contradicciones se hacen dinámicas, no antagónicas, con crecimientos económicos, institucionales, organizativos, tecnológicos. Según la experiencia milenaria, desde Sumeria hasta Perú hoy, pasando por Suecia o Dinamarca, el papel de gobernar es dar delicados toques de timón.
Así se corrigen a tiempo los gérmenes de entropía cuando aparecen sin contravenir las energías de crecimiento. Cuando los conflictos sociales, económicos y políticos son inmanejables, antagónicos, se dice que una sociedad se encuentra en estado de ingobernabilidad, como vemos. El gobierno no gobierna y sus decisiones más bien profundizan y amplían los problemas, hasta que en un momento solo se limita a sobrevivir a través de aberrantes operaciones que incuban mayores conflictos. La solución debe necesariamente ser democrática, para que sea la vida civil la que trace el rumbo, pero son esenciales las previsiones sobre la gobernabilidad en el paso siguiente. Con la soberanía del hampa, la crisis de abastecimiento, grupos irregulares armados, la miseria, la inflación y las exigencias de pago de la deuda externa, la perspectiva entrópica no puede escaparse del razonamiento.
Después que ganes ¿qué?
Ganar y cobrar un eventual revocatorio implica negociar los mecanismos para que los revolucionarios no promuevan la previsible creación de anarquía que un gobierno con precario apoyo militar difícilmente tendría cómo enfrentar. El Estado fallido, la convulsión, el caos, la violencia configuran un squerzzo que algunos sabios de hamaca desestiman porque “ya Venezuela es un Estado fallido”, con lo que evidencian que no tienen idea de lo que dicen. La pesadilla podría comenzar si una alianza de grupos revolucionarios y el hampa deciden hacer imposible la vida de un eventual nuevo gobierno, en el contexto de unas FAN convulsionadas y fragmentadas. Eso lo saben Obama, el Papa, la OEA, Troudeau, Felipe González, Zapatero, los organismos multilaterales, Europa, que insisten en la necesidad de diálogo y debían saberlo quienes comparten responsabilidad de dirigir el cambio.
Desde ahora hay que agotar la posibilidad de pactos nacionales, regionales, sectoriales y locales de gobernabilidad. Un estadista, si ve cercana su opción de poder, tendría que preocuparse por evitar noches y días de cuchillos largos. Fuera de ilusiones y emociones, la inestabilidad es elemento notorio en un scherzo de corto plazo en Venezuela y hay que recordar las sombras de Irak, Líbano, Yugoslavia, Siria, Libia, saqueos, violaciones, matazones, cuartelazos, terrorismo e intentar prevenirlas a través de compromisos, negociaciones; en síntesis, diálogo, aunque los chorlitos vuelan con el moliente canto radical. Si la tantas veces citada Violeta Chamorro dialogó para nombrar al hermano de Daniel Ortega ministro de la Defensa, o la oposición chilena se acordó con Pinochet, no fue por simpatía ni por traidores, sino porque evaluó que de lo contrario le sería improbable gobernar.
Dialogar saca la piedrita
Las palabras son una confusa representación de las cosas, y los actos mismos suelen ser de significados ambiguos. Un beso para celebrar la madrugada no es lo mismo que el de Judas y sin embargo la misma palabra sintetiza las dos acciones. Por eso y mucho más Voltaire escribió que “el lenguaje es con frecuencia un instrumento para encubrir el pensamiento”. Y eso ocurre cuando el lenguaje se cosifica, pierde sus atributos esenciales y palabras como diálogo se hacen pesadas piedras de prejuicios, dogmas, necedades, para romperle la cara a otros. No hablar por definición con el adversario es prepolítica en estado puro, patología revolucionaria que contagia demasiada gente que asocia diálogo con componenda y traición. Ha sido necesario decir púdicamente “diálogo y también calle y también revocatorio” (y lo que sea) para eclipsar ese pecado con elementos bautismales que lo purifiquen, el agua y la sal bíblicos.
“En las guerras los jóvenes mueren y los viejos discuten”, dijo Aquiles encolerizado a Agamenón. Hay que hablar para evitarlas. Kennedy y Jruschev, por fortuna no tan viriles como algunos tuiteros locales, se cuidaron de no perder jamás el contacto durante los doce días de la Crisis de los Cohetes en 1962, aunque en las dos potencias había desquiciados que querían la guerra nuclear. Al final, por ventura, se transaron en dramáticas conversaciones: cambiar los cohetes de Cuba por los de Turquía y compromiso de no intervención. Fidel Castro quería entonces hacer saltar el mundo en pedazos para que naciera la nueva sociedad, como Mao cuando ofreció la vida de trescientos millones de chinos para derrotar al imperialismo. Tienen discípulos igualmente machos por aquí.