Por: Jean Maninat
¿El Gobierno quiere un diálogo sincero, abierto, franco, sin cartas bajo la manga? ¡Por supuesto que no!
El diálogo no está inscrito en su ADN político, no es parte de la imaginería que los jerarcas rojos han construido de su supuesta condición revolucionaria, ni es parcela del ideario político que les legó su mentor y demiurgo. Para quienes ejercen el Gobierno en el país, la política es una confrontación, un choque de bloques, donde sus contendores están condenados a desaparecer, abrupta o paulatinamente. Por eso no hay opositores -en el sentido democrático- sino enemigos de clase a ser barridos independientemente de su procedencia social. El ascenso y la prosperidad general son un enemigo: la antesala de convertirse en un escuálido, gusano, o cualquiera sea la anatema para segregar a quien piensa distinto, según la versión oficial. Si alguien no lo sabía, o tenía dudas al respecto, algo se le ha escapado en estos 15 años de ver la misma película una y otra vez. Es un dato de la realidad.
El problema no es que el régimen quiera negociar o no; que lo haga de buena o mala fe: lo que importa es que se perciba lo suficientemente debilitado para hacerlo y quienes hayan logrado doblarle la mano, sepan aprovecharlo. Eso no significa que hay que enterrar la energía opositora encendida por la incapacidad de la alta burocracia para gobernar al menos con una mínima, pero muy mínima, responsabilidad y solvencia; y menos aún despachar la valiente hazaña de los estudiantes, contra viento y marea oficialista, para derramar en las calles la indignación que sacude los hogares de la nación. Los estudiantes han sido los verdaderos catalizadores, a costa de sus vidas, de un nuevo momento en la lucha democrática. Y por eso su esfuerzo merece encontrar una salida efectiva que obligue al Gobierno a restituir los espacios democráticos que ha conculcado, y quiere seguir conculcando, a pesar de la insatisfacción generalizada hacia su desastrosa y represiva gestión.
Todas las formas de lucha democrática son válidas, todas las formas de resistencia pacífica son espinosas; pero las históricamente exitosas supieron administrar su esfuerzo con la valentía de quien comprende que no por hablar más alto se amanece más temprano. Gandhi fue víctima de quienes no apreciaban la lentitud de sus propósitos y Mandela dedicó parte de su libertad recobrada a establecer un diálogo regenerador con sus verdugos. De tanto evocar sus nombres en vano, hemos perdido el sentido de sus proezas. Quien se sienta en una mesa a dialogar no necesariamente claudica sus principios; pone en peligro su prestigio -ante quienes quieren una resolución ya- para adelantar, en lo posible, lo que se ha venido clamando en las luchas democráticas. ¿O es que ahora podemos decir que quienes asumieron sentarse en la Mesa de Negociación y Acuerdos que impulsó la OEA luego del paro petrolero eran unos redomados traidores, o seamos benignos, unos tontitos de capirote?
Los dirigentes vietnamitas -el pueblo que doblegó a invasores seculares, a la supremacía colonial francesa y al napalm redentor de los aviones gringos- se sentaron en París a dialogar una paz todavía incierta, sin que ninguno de los dos lados estuviese dispuesto a entregar sus causas ni detener las acciones militares. Nadie los acusó entonces de cobardes. Salvo los halcones de lado y lado, desde sus tribunas ayunas de pólvora.
Quienes asistieron a la Conferencia por la Paz instalada por el Gobierno asumieron su envite. Ahora está de moda la crucifixión. Pero Jorge Roig dijo en voz alta frente a Maduro, y en cadena nacional, que el país no estaba bien; Lorenzo Mendoza hizo un llamado a recuperar la capacidad productiva del país con la empresa privada; y Vladimir Villegas pidió la liberación de Simonovis. Dijeron lo que miles piensan, en la boca del lobo.
La calle y el diálogo serán la cuerda y el nudo que aprieten la garganta del régimen. La inflación y la carestía ahogan, la inseguridad asesina, la gente desespera y el equipo que gobierna no convence ni a sus valedores. La calle opositora tiene que encontrar una salida, antes de que la energía se diluya en una rutina sin destino. Sólo quienes logren doblegar al régimen para que hinque la rodilla del diálogo efectivo, lo habrán logrado.
¿Dialogar para qué?
@jeanmaninat