Antes de salir de vacaciones, dejando al país en un incendio, Nicolás Maduro se despidió de un grupo de seguidores preguntando lo siguiente: “¿Ustedes quieren enfrentarse otra vez en la vida a la tragedia circunstancial que nos tocó vivir el 6 de diciembre que nos ganara la oligarquía? ¿Ustedes se van a calar otras elecciones donde la oligarquía tenga algún triunfo?” Fue la justificación más clara y directa de la actuación del CNE esta semana. Esas preguntas, lanzadas en voz alta y en tono camorrero, son el único argumento que se esconde detrás del silencio de Tibisay Lucena.
No habló Maduro de fraude. No mencionó ninguna de las supuestas denuncias que ha invocado el oficialismo. Maduro habló con las cuerdas vocales en el duodeno. Habló desde el miedo. Desde la intolerancia. Desde el autoritarismo. Maduro nos dijo que no se cala la democracia, que no acepta que otro, distinto a ellos, pueda ganar las elecciones. Ese mismo día, por cierto, ante un grupo de sus seguidores, Donald Trump también aseguró que solo reconocería los resultados electorales si él quedaba como ganador. La vida suele regalarnos casualidades que son relámpagos.
Después de realizado el sicariato judicial, Nicolás Maduro se comunicó nuevamente con el país. Como si no pasara nada demasiado especial. Desde Azerbaiyan y por teléfono, con voz calmada y con una naturalidad indignante, el Presidente hizo un llamado “a la tranquilidad, al diálogo, a la paz, al respeto a la justicia y al acatamiento de las leyes, a que nadie se vuelva loco” Hay un Nicolás Maduro para cada ocasión y circunstancia. Cuando habla con los suyos es feroz, no tiene matices. Cuando quieres expresarse como Presidente, ensaya un tono más ecuánime. Cuando habla con Rodríguez Zapatero, dice lo que la inocencia de Rodríguez Zapatero desea oír. Esta tal vez sea la mayor herencia de Chávez: la organización del delirio. La tranquilidad de que se puede hablar y actuar de forma contradictoria y antagónica sin morir en el intento. La certeza de que se puede mentir sin consecuencias.
El día de ayer, Diosdado Cabello, como vocero del partido de gobierno, dio una rueda de prensa donde nos ofreció otra versión de lo que ha ocurrido esta semana. Es un relato asombroso: la policía secreta ha detenido a un joven concejal del Táchira (cuya esposa ha denunciado que lleva dos días “desaparecido”) y, según asegura Cabello, en su teléfono celular han encontrado todo un nuevo y macabro plan subversivo de la oposición. Ahí, entre chats y archivos de notas, descubrieron la secretísima y violenta agenda con la que la oposición pretendía utilizar la validación de firmas para “tumbar a Nicolás Maduro”. El PSUV es la impunidad envasada al vacío. Actúa como fuerza militar, como cuerpo policial, y convierte una especulación en algo fáctico. Cabello nos habló como si sus hipótesis fueran confirmaciones. Secuestran a un ciudadano, lo acusan de ser terrorista y, a partir de ahí, descalifican al adversario político, suspenden la vía electoral y se imponen como un poder que está más allá de la democracia. Los golpes de Estado son para el oficialismo lo que fueron las armas de destrucción masiva para George W Bush.
Pero después de todo esto, por supuesto, Diosdado Cabello invocó el diálogo, el respeto a las reglas del juego, la necesidad de la mediación, la importancia de garantizar elecciones y procesos transparentes…¿Cuál Diosdado es más real? ¿El que baja la voz y convoca al diálogo o el que aparece en un show, con un mazo de cavernícola, amenazando a la oposición? Ambos son el mismo. Ambos saben que pueden decir lo que sea. Que nada importa. Que luego harán otra cosa. Lo que haga falta. Lo necesario para permanecer en el poder. Para que sus privilegios sean irreversibles.
¿Cómo se lucha contra esto? ¿Cómo se combate a quienes no honran sus palabras? La convivencia humana, en cualquiera de sus formas, depende de una mínima fe en las palabras. El oficialismo ya pasó un límite. No solo frente a la MUD o la comunidad internacional. Pasó un límite frente a todos los venezolanos. Ya sabemos que ellos también lo saben: no son mayoría. Ya sabemos que mienten descaradamente. Que no quieren contarse. Ya sabemos que solo podemos creer en sus amenazas; no en sus promesas. El oficialismo ha perdido su capacidad de ser esperanza. Puede tratar de seguir imponiéndonos su silencio. Pero ya no tiene nada que decirnos sobre nuestro futuro.
La política también es un acto de lenguaje ¿Es posible dialogar con alguien a quien ya no le creemos nada? ¿Se puede hablar con quien no quiere escucharte? ¿Cómo? ¿En qué condiciones? ¿Cómo se sigue una lucha democrática en un contexto autoritario? ¿Qué frase viene después de la palabra dictadura?