Por: José Rafael Herrera
Cuanto más pensante es el pensamiento más se adecua a lo que viene a ser su objeto, tanto más decisivo se hace el objeto mismo y, con él, lo que aún no se ha llegado a pensar. La “desocultación” es un concepto filosófico. Al decir de Heidegger, es “el asunto mismo”, el “ser siendo” (das Seindsein), el “lugar que remite al lugar de donde algo así como el sujeto de las representaciones puede ‘ser’ propiamente lo que es” o, más específicamente –y, de nuevo– es el asunto que conviene enfáticamente pensar-se. En síntesis, es el “no-estar-oculto”, eso a lo que los pensadores de la antigüedad clásica denominaban la “aletheia”: el “salir a la luz” o el re-velarse, tal como la transparente manifestación, como el resplandecimiento de lo bello y, a la vez, como el punto de partida del bien y la verdad. Mostrarlo, des-cubrirlo, dejarlo ver, de-mostrarlo, depende, en consecuencia, del saber decirlo, con suma conciencia y compromiso ético y político.
El “no-estar-oculto” significa, al mismo tiempo, no estarlo para alguien, para los otros, y, a la vez, no estarlo para sí mismo. Des-cubrirlo –sorprenderlo– y decirlo son la principal tarea del pensamiento del presente. Pero solo es posible plantearse la exigencia de des-ocultar cuando su término opuesto, cabe decir, lo que está oculto, se ha transformado en el modo de ser y de pensar característico de una determinada realidad. De hecho, lo que se oculta, transformado en hábito, en costumbre, en cotidianidad, no solo se asienta –se pone– en el alma del cuerpo social, sino que, además, se proyecta, se transforma en reflejo, en un gigantesco espejismo en el cual todo aparece invertido. Así, lo que es aparece como lo que no es. Lo que se piensa no se piensa. Lo que se dice y lo que se hace devienen su término opuesto. La negación afirma. La afirmación niega. El no poder decir, el no poder pensar ni hacer se transforma en reflejos, en “el mundo invertido”. El espejo del mundo es, ahora, el mundo del espejo. El tirano aparece como todo un demócrata; el golpista –¡oh, abominable espejo!– aparece como quien es objeto de una brutal conspiración nacional e internacional. La derrota es victoria. El poderoso se presenta como el débil, el conservatista como revolucionario, el malandro como hombre honesto y de bien. El agresor es el agredido. La oveja es el lobo. La violencia es paz; la miseria, riqueza; la barbarie, cultura. Los pasteles ya no se hornean y decoran para luego ser cortados. Todo lo contrario, se cortan primero, para ser decorados y horneados después.
No es nueva esta astucia que caracteriza al ocultamiento. Sobre todo, si se estudia con cierto detenimiento la historia del nacionalsocialismo y, especialmente, la de su inspirado ideólogo y ministro, nada menos que de “Ilustración Pública”, Joseph Goebbels. Es cierto que la extinta Unión Soviética, la China de Mao o la Cuba de Fidel hicieron grandes y muy interesantes contribuciones en este recorrido, asistidos más por los espejismos de Lewis Carroll que por la Kritk de Karl Marx. No tan curiosamente, más inspirados en la literatura de “ficción” que en la filosofía. Pero, y en todo caso, sí conviene reconocer, en este largo calvario, precisas determinaciones, nuevos “aportes” en y para la construcción de esta dilatada historia universal de la infamia. No obstante, en el caso que ocupa el interés de quien escribe, bastará con mencionar lo que algunos “ocultólogos” de oficio –y, francamente, malandros de convicción– denominaban, desde los tempranos inicios del actual milenio, la “agenda psicopática”: sembrar en el otro confusión y temor. Generar situaciones que, por un lado, evidencian vandalismo y terror de un modo sistemático, mientras, por el otro, se muestran prestos a la denuncia y al más contundente rechazo de semejantes tropelías. Por cierto: una de las acepciones de la palabra “tropelía” es la de “arte mágica, que muda las apariencias de las cosas”.
Llamar “golpistas” o “fascistas” a los sectores de la oposición, a objeto de ocultarse tras una máscara de pulcritud y legalidad democrática. Responsabilizar del desastre económico y financiero generado, no sin premeditado espíritu de corrupción, al empresariado, para descargar sobre él la furia de una población que es el objeto real del ocultamiento: confundida, encandilada, que mira a través de los espejos, que no termina de establecer si los efectos vienen antes de las causas o después. Inventar sublevaciones y conspiraciones “mediáticas” para reprimir salvajemente y confiscar medios de comunicación e información. Promover bandas armadas para “controlar” la desesperación de miles de ciudadanos que hacen colas interminables, con la esperanza de adquirir uno que otro producto de la llamada “cesta alimentaria”. Los hospitales en ruina; la educación deshecha; la morgue colapsada. Los peores son quienes deciden. De nuevo, la realidad se confunde con la ficción. Y, de nuevo, Orwell: “La guerra es la paz, la libertad es la esclavitud, la ignorancia es la fuerza”. El objeto no solo no coincide con el pensar: es la negación abstracta del pensar del decir y del hacer.
Decía Gramsci –filósofo italiano, al cual los ocultistas tienen la desvergüenza de rendir pleitesías y reverencias, sin tan siquiera haberlo leído con rigor– que “en política se podrá hablar de reserva, no de mentira, en el sentido mezquino que muchos piensan: en la política de masas, decir la verdad es una necesidad política, precisamente”. La desocultación es, en consecuencia, la acción consciente de des-ocultar, de impulsar la denuncia del ocultamiento. En una expresión: se trata de decir la verdad como condición sine qua non, de la praxis política, asunto de factura esencial tanto para ser social como para la consciencia. El decir es el hacer aparecer, la negación determinada del disimular y el ocultar. Hans-Christian Andersen es uno de los máximos exponentes de la desocultación. Ha sido él quien, bajo la figura de un niño impertinente, ha logrado exhibir la mayor de las pertinencias: en realidad, el “traje nuevo” del emperador no existe, es una ilusión, un espejismo, precisamente. De hecho, “el emperador está desnudo”.
Lo que está en juego es –y ojalá, por una vez, que la ilustración opositora lo comprenda– la capacidad de pensar en sentido enfático y la generación de las condiciones mínimas para ello. Si se insiste en la promoción de los mismos antivalores gratos al populismo fascista, en las frases huecas y sin contenido; si se reproducen los modos de accionar político e ideológico que le son característicos al fariseísmo ocultista, bajo la ilusoria –y, por eso mismo, sospechosa– creencia de que solo de ese modo podrán conquistar la simpatía de las mayorías, estarán contribuyendo de un modo decisivo con la ruina estructural, objetiva, de la sociedad. Sin pensamiento no hay hacer ni que-hacer, ni reconstrucción económica, social ni política. La respuesta está en la capacidad de promover la verdad mediante la educación y la cultura. La respuesta está en la desocultación.
@jrherreraucv