Publicado en: El Universal
Abundan las señales: el Brexit, referéndum que según la firma Opinium, 55% de los británicos considera hoy un error, pero que en su momento asestó un voluntarioso puntapié a la idea de que el Reino Unido se mantuviese dentro de la Unión Europea. La victoria de Trump, fenómeno que, asegura Jhon Carlin, “representó una rebelión contra la razón y la decencia”. El ascenso del Fidesz en la Hungría de Viktor Orbán, (a quien Agnes Heller llama “tirano moderno”) reelegido tres veces consecutivas gracias a un discurso que apela a la exaltación de la etnia húngara y el odio al inmigrante. Los afanes del gobierno del PiS, en Polonia, para alimentar la brecha que en medio de vítores de la muchedumbre divide a ultra-nacionalistas y europeístas. Orgullo, intolerancia, prejuicio, resentimiento, deseo de venganza, los atavismos que otorgan el volante al cerebro reptil. He allí ejemplos que evidencian cuán irracional puede ser la decisión política, cuán dúctil la voluntad cuando es pulsada por las emociones más elementales, cuán enclenque la razón al entrar en un solar donde mandan las poderosas y oscuras fuerzas del inconsciente.
“La política se hace con la cabeza, no con otras partes del cuerpo”, ha dicho Max Weber; pero también admite que en modo alguno se hace solamente con la cabeza. En el caso del líder, una gran pasión puesta al servicio de una causa resulta aliño esencial para afectar y convencer a los potenciales seguidores. Cada latido suma al propósito de acumular fuerzas, cada envión del conatus puede ofrecer trampolín a las razones y subrayar convicciones, definir identidades, construir símbolos, fomentar esperanzas, inspirar fogosas adhesiones, incluso. Suponemos, claro, que un empaque atractivo será medio ideal para comunicar ideas, pero a merced de la polarización y el dominio de ese desbordado pathos… ¿qué tanto pesarán las ideas en las decisiones de esos sedientos, hambrientos seguidores; de esta suerte de Tántalos modernos?
A juzgar por los casos antes expuestos, cada vez menos las decisiones políticas son elaboradas racionalmente, cada vez más parecen inspiradas por los “animal spirits” (Keynes dixit), la precariedad emocional, los temores y rabias artificialmente colectivizadas, el deseo crónicamente incumplido, la inmersión en castrantes imaginarios. Añadamos a esto los signos de los nuevos tiempos de la comunicación 2.0: el culto a la simplicidad extrema, la sustitución de la verdad factual por la opinión, la punzante soledad del individuo en medio de la multitud, el “¡mírame ya!” del narcisista, la compulsiva evasión del pensamiento reflexivo, la añagaza del pensamiento mágico, y tendremos todos los indicios de un gran aturdimiento. Sí, la situación se complica cuando enfrentado con una realidad que empieza a mover el piso que antes creía invariable y firme, el otrora empoderado ciudadano empieza a cuestionar su convicción.
Ocurrió en la Venezuela de 1998, vale recordarlo. La frustración inmanejable frente a un sistema debilitado, incapaz de gestionar las demandas de una sociedad habituada a otros tratos, llevó a fijar la vista en el outsider que prometía no defender las instituciones, no restablecer los vínculos rotos o profundizar los modos democráticos, sino freír las cabezas de miembros de las “elites corruptas”. ¡Menuda brasa! La resulta de tal conmoción abrió boquetes tan profundos en nuestra visión del mundo, que aún peleamos con ellos. Somos una singular sociedad que conoció la democracia, que añora su bondad sin sobresaltos, pero cuyos procedimientos, paradójicamente, han sido tan malogrados que ahora incluso se juzgan como improcedentes.
Apretujada entre el pasado y el futuro y a tono con este Zeitgeist, este dislocado Espíritu de los tiempos, Venezuela vive también su propio, dilatado trastorno. Muy lejos del panorama de resolución democrática que tuvo lugar en España, por cierto -donde ante el avance de la furia se impuso el interés por favorecer un centro político capaz de absorber el impacto de la polarización, de neutralizar la frenética presión de los extremos- acá seguimos sin vislumbrar la posibilidad de habilitar un espacio idóneo para gestionar el conflicto que nos acogota. Muy grave: mientras no se concreten propuestas (¿negociación? ¿elecciones?) que redefinan el acceso al poder fáctico, los desarreglos amenazarán con profundizarse, los extremismos continuarán medrando en la inconsistencia.
Pero contra el desequilibrio, equilibrio. Contra la irracionalidad, nada mejor que la vuelta consciente a la ponderación. En este caso, y a sabiendas de las dificultades para moverse con ecuanimidad en medio del dolor, para interpelarnos, para calcular el “después” con aterradora y forzosa exactitud, un encargo mayor pasa a manos del ser racional. Toca buscar allí, donde la geometría del sentido común desanuda las inevitables, humanas contradicciones; y recordar que por más seductora que luzca para una mayoría, la decisión que insiste en ignorar la evidencia suele ser muy peligrosa.