Por: Elías Pino Iturrieta
Después de una deslucida actuación como defensor del pueblo, se le ha encargado a Tarek William Saab el papel de adalid de la justicia. Fue escudo del régimen, antes que protector de los derechos de la ciudadanía, pero ahora, por una de las maromas de supervivencia que lleva a cabo la dictadura, tiene la obligación de ver por la aplicación de los códigos a los cuales se quiere aferrar el dictador para pescar enemigos con el objeto de mantenerse en el poder. El designado ha cambiado el trabajo perezoso del pasado reciente por una febril búsqueda de villanos que se ha convertido en la sorpresa de los tiempos de lenidad del chavismo; la pasividad por una insistencia que, seguramente gracias a la prisa que caracterizó el traslado de un cargo a otro sin cabal explicación, lo mete en un tremedal cuya corriente lo lleva a topar con las tropelías que no quiso observar en el pasado reciente, pese a que desfilaban frente a su nariz para burlarse del pueblo al cual tenía la obligación de defender.
Sabemos el motivo de la cabriola. Como la fiscal Ortega Díaz fue tocada por el rayo cuando hacía su camino de Damasco, debía remendarse el capote de la transfiguración de la funcionaria con una aguja diligente e insospechable de vacilación. Una cirugía de urgencia puso los ojos en el reemplazante, no en balde el superávit de las energías que no había gastado en plaza anterior podía actuar ahora con la furia de los huracanes. Debía arrasar con la credibilidad de la burócrata que había comprado boleto en el tren de la ingratitud, en el vagón de primera clase de la infidelidad, para explicar el itinerario como un viaje hacia la felonía. Como fracasó el ardid de meter polizontes de repuesto en la maleta de un inocente automóvil en el estacionamiento del fortín antes sacrosanto, la dictadura hizo por todo lo alto la mudanza del defensor con la urgencia del caso. Después del papelón de una sierva convertida en parte del maletero, de un contrabando de vergüenza y carcajada, entró por la puerta grande el colosal remendador. Pero desconocía la crueldad que le esperaba agazapada, el rompecabezas que no podía soldar sin meter en problemas al promotor de la mudanza.
Para complacer a los patrones, Saab ha pretendido el descrédito de la fiscal mediante la demostración de su artero desempeño en el trabajo. Quiere probar que, en lugar de buscar que se aplicara justicia, la doctora se dedicó, con una legión de alcahuetes y de empleadillos sumisos, a obstruirla o a impedirla del todo. Quiere señalar que, durante el tiempo dedicado a sus funciones, largo y proceloso, célebre y aplaudido, reinaron la inmoralidad y la complicidad en los predios del Poder Moral. En las guerras habitualmente sucedidas entre las cúpulas que comienzan a fragmentarse se sabe que estas operaciones suceden, que tal tipo de colisiones forman parte de la cotidianidad, que se debe hacer molienda de quien antes fuera compañero en el triunfal camino, que corre la sangre de unos mientras se salva el pellejo de otros, pero ahora no solo está en juego la supervivencia de los querellantes, sino también la suerte del régimen al cual, quizá sin imaginar las consecuencias, la querella de sus principales empleados somete a un escrutinio que jamás esperaba.
Cuando revela la complicidad de la fiscal en operaciones alejadas de la legalidad, en ocultamientos y complicidades con una serie de delitos de grande monta, en hacerse la ciega ante la masiva concurrencia de delincuentes en la pasarela de los negocios públicos, Saab la emprende contra la burócrata que debe desacreditar, desde luego, pero también contra el régimen en cuyo cobijo florecieron los corruptos cuyo tránsito pasó inadvertido en las escalas más altas de autoridad. Saab desvela los pecados de la doctora Ortega Díaz, para eso lo puso Maduro en el deplorable encargo, pero también los negociados, los latrocinios, los crímenes del chavismo contra la cosa pública. No pone al descubierto casos aislados, sino toda una urdimbre de infracciones de gran calado que salpican a un enjambre de funcionarios y a una multitudinaria clientela. Se mudó a la carrera, aceptó rápido el cometido, no pensó en la magnitud de la flamante encomienda, y ahora escribe con líneas torcidas una crónica general de ladrones y bellacos.