Desde sus orígenes, la filosofía ha ejercido la no siempre grata labor de mostrar en su desnudez el objeto de su particular estudio, bien sea natural o social. “La apariencia”, decía Aristóteles, “esconde la esencia”. Por esencia se comprende aquí la “totalidad concreta”, cabe decir, el fundamento mismo de las cosas, lo que es permanente y sustenta lo pasajero o efímero. Como advierte Heidegger, el filósofo debe mantenerse ‘en la vía del ser’ -o de la esencia-, porque ella conduce a la verdad, mientras que las apariencias conducen al error y, en consecuencia, al desastre. En una expresión, lo “esencial” es lo que está más allá -o más adentro- de las meras circunstancias fenoménicas.
Por el contrario, para quien ejerce el poder, y especialmente si se trata de un ejercicio omnímodo, como suele suceder en los regímenes autocráticos y militaristas, los medios -y las formas- de ocultar la llamada “realidad de verdad’ llega a ser toda una cuestión de morbo, un asunto de enfermedad, de obsesión, no exento de una creciente corrupción del espíritu que lo va corroyendo todo, para devenir una gangrena que apesta. “Los miembros de un cuerpo gangrenado -dice Hegel- no se pueden ocultar con agua de colonia”. Como consecuencia de su marcada ignorancia, y plenos de ‘pasiones tristes’, los autócratas, en su insano intento de conservar el poder a toda costa, ‘como sea’, pretenden invertir la relación de las cosas, trastocar lo esencial en lo aparencial, provocando, sobre todo entre los menos advertidos, una situación de extrañamiento, de alienación, que termina en la pérdida del sí mismo, de la propia consciencia y, por ende, de toda dignidad. Sí: lo esencial es “invisible” para un régimen como éste.
Y entonces, bajo tales premisas, surge y se expande rápidamente una atmósfera viscosa, gris y de tristes consecuencias para el ser social. Se trata de aquello que, como resultado del estudio específico de la personalidad de Adolf Eichmann -el teniente coronel de las ‘SS’ nazis, responsable directo de la “solución final” contra los judíos durante la Segunda Guerra Mundial-, Hannah Arendt designa bajo el título general de la banalidad del mal. Pero, ¿qué es y en qué consiste esto de la banalidad del mal? Más aún: ¿cómo puede ser “banal” el mal? Se sabe que lo banal es lo trivial, algo que carece de sustancialidad y, por cierto, no relativo a la esencia. Y es ahí, justamente, donde -como decía el gran Mario Moreno “Cantinflas”- está el detalle. “El mal -dice Hanna Arendt- como se nos ha enseñado, es algo demoníaco; su encarnación es Satán, un rayo que cae del cielo, o Lucifer, el ángel caído cuyo pecado es el orgullo, es decir, aquella soberbia de la que sólo son capaces los mejores: no quieren servir a Dios, sino ser como Él”.
Es bastante comprensible el hecho de que, a nivel mundial, la mayor parte de la opinión pública considere que, para haber organizado un acto de semejante crueldad contra el pueblo judío, los nazis eran monstruos salidos de las profundidades del infierno. Y sin embargo, el rostro de Eichman, su frágil anatomía, sus maneras y la patente mediocridad de sus ideas, daba cuenta de un hombre bastante común y nada extraordinario. Un padre de familia, un buen marido, trabajador, que iba al mercado y mantenía “las buenas costumbres”, que cancelaba sus cuentas pendientes y que hasta se declaraba seguidor de la doctrina moral kantiana; pero, sobre todo, un buen funcionario público, que cumplía instrucciones precisas, al pie de la letra, porque esa era “su obligación”. Nada que ver, en consecuencia, con un hijo del maligno Satán. No tenía, además, “firmes convicciones ideológicas” y “la única característica notable que se podía detectar en su comportamiento pasado y en el que manifestó a lo largo del juicio y de los exámenes policiales anterior al mismo fue algo enteramente negativo (sic): no era estupidez sino falta de reflexión”. Su amor por las frases hechas, los clichés, su fidelidad por los códigos de conducta, su incapacidad para articular pensamientos propios y frases gramaticalmente correctas, su obediencia a las normas establecidas, su respeto por la opinión de la mayoría, su idolatría por el éxito, su falta de imaginación y, sobre todo, de juicio. En fin, y para expresarlo con un cierto dejo de vergüenza ajena: Eichmann nunca supo, nunca tuvo clara consciencia de lo que estaba haciendo. Con el perdón de los payasos, Eichmann era, de cabo a rabo, uno de ellos y, quizá, se hallaba ubicado entre el grupo de los más mediocres.
¿Qué se puede llegar a pensar de ciertos motorizados o de ciertos militantes políticos que se hacen llamar “revolucionarios” o de “izquierda”, de ciertos funcionarios públicos, sean civiles o militares, de ministros, fiscales y jueces que atropellan, humillan, maltratan a todo un país en nombre de un Death President o de una ideología probadamente anacrónica? La siniestralidad de Eichmann sólo consistía en una cuestión de esencia detrás de las apariencias: Eichmann carecía de una real -es decir: auténtica- formación cultural; pero, sobre todo, carecía de Denken, de pensamiento, de capacidad de reflexión, de raciocinio propio. De ahí su versatilidad para poder adaptarse tan fácil y rápidamente al régimen National-sozialist, como un ‘Zelig’ cualquiera. Existen naciones enteras -especialmente en América Latina- gobernadas por puñados de Eichmanns. La visible ausencia de pensamiento en este ‘hombrecillo’ -como lo calificaría Wilhelm Reich- llamó la atención de Hannah Arendt. Eso la sorprendió. Y fue justo eso lo que la condujo a formularse la posibilidad de que nuestras inclinaciones y toma de decisiones estén determinadas por la incapacidad de distinguir entre la esencia y la apariencia, o, dicho de otro modo, por una marcada incapacidad para pensar.
Si los nazis pudieron trastocar los valores esenciales de la sociedad, fue porque la sociedad, en sí misma, favoreció el consenso y, de alguna manera, preparó el escenario, colaborando con él. Pero, con ello, se puso en evidencia “el colapso total de todos los criterios morales en la vida pública y privada”, la ausencia sustantiva, esencial, de ideas, a consecuencia de lo cual personas ‘comunes y corrientes’, sin militancia política previa, y que ni siquiera simpatizaban en un principio con el régimen totalitario y militarista, pudieron adherirse fácilmente y sin mayor esfuerzo a él, como quien se cambia de traje. La moralidad degradada a “costumbres”, los contenidos sustituidos por formas vacías, la esencia cubierta por la apariencia. El mal devenido banal. Hora de abandonar lo superfluo, para poder des-cubrir la realidad.