Derivar es término de compleja expresión conceptual. Lo que deriva trae su origen de otra cosa, porque derivar es abatir desviándose del rumbo originariamente trazado. De hecho, y aun siendo el resultado de su propia descendencia, la derivatio, o derivación, es, a la vez, la acción que irrumpe –no pocas veces sin violencia– a fin de abstraer, de separar, una parte de su curso total enajenándolo, hasta hacerle perder el recuerdo de su punto de partida, generando, con ello, la interrupción de su fluido y, en consecuencia, produciendo una alteración en el decurso de su estructura y significado. Todo lo cual redunda en el acortamiento de su ser o, en otros términos, en la entitatización de su pensar, de su decir y de su actuar. Un aficionado al beisbol diría que la derivación es como una potente recta por el centro del home que el bateador de turno pudo haber convertido en un expectante extrabase, pero que ha resultado ser un foul que, como muchas veces sucede, terminó cayendo por detrás de la línea de la tercera base. Algo de “cortocircuito” está presente en toda deriva.
El capitán de una embarcación a la que, por esas circunstancias del destino, le ha tocado transitar en medio de un río ensoberbecido o de un mar tempestuoso, no puede ser, bajo ningún respecto, el “designado” conductor de un bus que –¡oh, impericia!– no solo no ha trazado rumbo sino que nunca lo tuvo. Las consecuencias, tarde o temprano, conducirán la nave ante los batientes de la deriva, máxime si, en medio del inocultable sopor, el señor capitán, percatándose más o menos del aciago momento, decide, a su vez, designar un directorio de auténticos expertos en las más diversas formas de estulticia, para que cada uno de ellos tome el control de un pedacito de timón. Las parcas ríen, ante el inevitable desenlace. Pero la cosa pareciera agravarse todavía un poco más. Imagine el lector por un momento, de un lado, a Escila y, del otro, a Caribdis, a quienes el flamante capitán en apuros ha asignado la tarea de custodiar los márgenes del estrecho, a objeto de prevenir una probable colisión. Entretanto, el viento sopla y la corriente aumenta.
A la larga, el populismo –con independencia del signo bajo el cual se pretenda ocultar– se confirma, objetivamente, más que como una farsa, como la ruta directa y más segura hacia la deriva del bienestar de toda la sociedad. De hecho, el populismo es, en sustancia, la más auténtica, palpable y característica –aunque, cabe reconocer, hipócrita, corrupta y cruel– manifestación de la deriva material y espiritual de toda posible formación histórico-social.
Al sur del Caribe, una embarcación –quizá un país– a duras penas flota en este mismo instante, sin dirección determinada, gobernada por un gobierno que no lo es, que se limita a seguir por inercia, y como dice Guy Debord, “el llamado del momento”, entregado al hado, a “fuerzas superiores” –no se sabe bien si son las llamadas “condiciones materiales de existencia” o los “pajaritos azules”–, a los designios o, más específicamente, a la ambigüedad del “Dios proveerá”, que debe interpretarse más bien como un “¡Qué Dios nos agarre confesados!”. En momentos como esos, Dios nunca falta. La “sabiduría popular” es, para el capitán-operario, la clave. A confesión de parte, relevo de pruebas. Hay en todo populismo una auténtica apología de sentimientos protonazis. La imagen ya no registra la realidad, la realidad ha sido invertida para terminar al servicio de la imagen.
El populismo es el lastre de esta embarcación. Un lastre que resume los últimos dieciocho años de esta deriva hacia el inminente abismo de la hiperinflación, la hambruna, la insalubridad y la más crasa ignorancia. Sus elementos esenciales surgen de la mano del “gendarme necesario”, a partir de una determinada crisis de representación que le permite articular las demandas insatisfechas, el resentimiento político y social y los sentimientos de marginación a través de un discurso que unifica lo inunificable, en nombre de la soberanía popular, expropiada por “el enemigo”, la “oligarquía apátrida”, los “pitiyanquis”, la plutocracia, los extranjeros, la meritocracia, la “derecha terrorista”, en fin, “el otro”, el “enemigo” del populacho. Socialismo trasnochado; fascismo desteñido bajo el sol tropical; tiranía del militarismo, la lumpencracia y la barbarie malandra, en nombre de la “democracia participativa”, el “buen vivir” y la igualdad por abajo. La pobreza es el máximo ideal. Ser pobre es ser bueno, aunque no aplique para los tiranuelos que lo promueven en sus comparsas. El olvido del recuerdo del origen conduce a la deriva. Y es que, la verdad, en este ocaso de sol en las espaldas, ya nadie les cree. El discurso se ha agotado y el hambre y la sed de justicia apremian.
El orden racional que yace en el fundamento de la economía (Oikonomía quiere decir “orden en la casa”) implica el sostenimiento de la confianza en sí mismo. No hay economía sin la necesaria confianza en el propio ser, porque la economía es, esencialmente, un religare: lo que liga lo humano y lo divino, la reunificación de la sociedad, de su trabajo mancomunado, en pro de su beneficio. No hay productividad ni riqueza sin esa confianza inmanente. Confianza, por cierto, deriva de “con fe”. Solo que, una vez que se ha perdido el recuerdo de su origen y ha devenido relegere; es decir, potencia exterior –al elevarse a ley, a un inexistente más allá, por encima del quehacer de la sociedad–, la fe termina en el extrañamiento del “Dios proveerá”. Y he ahí los comienzos de la deriva del barco, de las maniobras desesperadas del timonel, de los arrebatos a pellizcos del directorio frente a su “pedacito”, dando “golpes de timón” a mazazo limpio. He ahí los intentos desesperados –y a estas alturas, inútiles– por querer convencer a los tripulantes de la nave de que la causa del inminente hundimiento no está en el capi-chofer y su equipo, sino en la ventisca pitiyanqui y en las corrientes internas de la “guerra económica”. Cuando se pierde la confianza en uno mismo solo queda la esperanza. Pero a medida que aumenta la esperanza –dada la incertidumbre constitutiva de su naturaleza, Spinoza dixit– también aumenta el temor. La corrupción es la ruptura del espíritu. Es la madre de la negligencia, que impulsa al populismo a la deriva.