A los 15 años, Juan Manaure soñaba con ser un atleta de alto desempeño. La suerte lo topó con Francisco Paco Diez, quien al ver su potencial lo enroló en el campamento de Los Cocodrilos, donde fue fichado y luego becado para estudiar en New York, donde tuvo hasta la oportunidad de jugar uno a uno con Michael Jordán. Regresó a Venezuela y ha tenido una carrera profesional exitosa en el básquet, incursionó en la música, ha participado en videos famosos y ha sido imagen de canales de televisión.
Derek, el hijo de Juan, tenía exactamente esa edad y toda la vida por delante. Los sueños y las oportunidades abiertas, un ejemplo de superación y éxito al frente. Pero él no se topó con la suerte, sino con lo que se enfrentan tantos venezolanos a diario. La inseguridad, la pérdida de valores, el deterioro social de nuestro país. Lo secuestraron y lo asesinaron. Truncaron otra vida de la que ya no podremos en el futuro contar otra historia bonita sino esa relacionada con la forma vil con la que lo mataron.
Derek es el hijo de Juan. Pero lo podría ser de Pedro o de Carlos. De un chavista o de un opositor. De una persona rica o pobre. Es irrelevante, porque Derek es hoy hijo de todos los venezolanos, como también es de todos el dolor, la pena, la rabia, la frustración y la más profunda tristeza ante el secuestro y el asesinato.
La historia de Derek es la de tantos niños y jóvenes venezolanos que se funden en una sola. Leemos con espanto la noticia, sin haberlo conocido a él ni a su padre, porque leemos en ella también nuestra historia personal. Vivida o por vivir. Aparece en nuestra mente ese perverso miedo que se ha convertido en un indeseable compañero de vida. Ese sentimiento espantoso que nos atormenta y paraliza tan pronto tenemos nuestros hijos y, entonces, como decía Andrés Eloy Blanco, tenemos también todos los hijos del mundo y con ellos todos los miedos del planeta.
Derek no es sólo el hijo de Juan, sino la representación de todos nuestros hijos venezolanos, quienes viven una situación dramática de riesgo e inseguridad. Es la gráfica del miedo congelante que sentimos cuando salen a jugar a la calle (si es que ahora a alguien se le ocurre dejarlos y asumir semejante riesgo). Cuando se van al colegio y te quedas con el corazón acelerado, pero no de amor paternal, sino de puro miedo. Cuando toman por primera vez el carro y te provocaría que fuera mejor un tanque blindado para protegerlos. Cuando quieren salir de fiesta y tú, en cambio, quisieras congelarlos para que no crezcan, ni salgan, ni te pregunten, ni te pidan nada que no sea un juguete para jugar encerrados en casa. Cuando comienza la batalla campal por la libertad, que desean y merecen, y tú tienes que negociar y restringir la salida del jueves y del viernes y del sábado y del domingo y en aquellas que ellos ganan (porque no hay forma de que no ganen), tú te quedas aterrorizado en casa, esperando el momento en que finalmente regresan y los sientas protegidos, aunque en el fondo sabes que no están realmente seguros en ninguna parte, incluyendo tu casa o la de la abuela.
Derek es el hijo de Juan, pero también el de cada padre y madre venezolano que vive la angustia infinita de criar a sus hijos en el medio de una guerra, quizás la más feroz de todas las guerras del mundo. La batalla contra la inseguridad personal que mata a miles de inocentes al año. Contra las instituciones que no son capaces de protegernos. Contra los jueces que sueltan bandidos. Contra las cárceles que se convierten en cuarteles operativos de secuestradores y asesinos. Contra nuestra propia incapacidad para abordar el problema. Esa es la verdadera guerra de Venezuela… y la estamos perdiendo.
Que lástima que sea tan cierto y tan extraordinariamente expresado lo que expone Luis Vicente León en este artículo!. El mayor terror para los que tenemos hijos, es que día a día
vemos morir de mil formas su futuro, y no sabemos ni remotamente, con qué espada y escudo los podremos proteger….