En la Venezuela que transcurre, el disenso ha dejado de ser concebido como un acto de suprema legitimidad, un sagrado e inalienable derecho de manifestar, libremente, un criterio diverso, una perspectiva distinta, respecto de la opinión que se da, por sentado, como “absoluta”, incuestionable y lapidaria. Toda discrepancia –toda duda sustentada– es de inmediato percibida y señalada como la osadía de algún inadaptado, la imprudencia de cierto “conflictivo” o, en última instancia, como la simple falta de respeto contra “la máxima autoridad”. Y es que la verdad –lo verdadero propiamente dicho– se entiende justamente como eso, es decir, como el inamovible criterio de una “autoridad única” que se sustenta en sus costumbres.
En el fondo, semejante modo de concebir la verdad como mera autoridad no pasa de ser una clara manifestación de dogmatismo religioso, un abstracto acto de fe. Hay –en opinión de los muchos– “cosas” –en realidad, ideas– que simplemente “no se discuten” y que tienen que ser aceptadas por todos “sin derecho a pataleo”. Son las llamadas verdades incuestionables. No aceptarlas es un riesgo, porque ello implicaría irrumpir nada menos que contra el “orden natural” de las cosas. No obstante, y como se podrá observar, la certeza de semejante “razonamiento” no pasa de ser un vulgar prejuicio, sin más fundamento que la ciega creencia en supuestos “principios” que se han hecho pasar por “verdades”. Y es por aquí que se coló el militarismo, porque esa es su “lógica”, su point d’honneurfundacional, la fuente de sus “seguridades externas”.
Verum index sui et falsi, decía Spinoza: la verdad es norma de sí misma y de lo falso. Toda verdad es un resultado. Pero ese resultado tiene su inicio en la duda que interroga, cabe decir, a partir del momento en el cual una supuesta verdad es sometida –como decía Kant– al “juicio de la razón”. La verdad comienza, pues, con un bisílabo terrible, estremecedor. Comienza con un pero legítimo, como se ha dicho, tan legítimo y liberador como la inteligencia de la cual emana. A partir de ese instante, la supuesta “verdad” que se presupone como “natural”, “positiva” e, incluso, “divina”, comienza a mostrar sus grietas, a resquebrajarse, para dar inicio a la construcción de una verdad adecuada, efectivamente concreta, de relaciones y diferenciaciones, hasta el recíproco reconocimiento de las formas y los contenidos, o en otros términos, de lo subjetivo y lo objetivo, del pensamiento y la realidad. El ser es, como dice Hegel, lo “absolutamente mediado”.
Si no se disiente no se llega a la verdad concreta. Se permanece en un universo nebuloso, ficticio, de formas vaciadas de contenido. Sin disenso no se logra saber, sino solo pre-suponer. Claro que hay regímenes que reparten “verdades” a diestra y siniestra. Son las “verdades” en paquete, similares a las bolsas de comida que entregan a los “fieles” fámulos, como llamaba Vico a las familias hambrientas. Y es que, por encima de la apremiante necesidad objetiva, la fila o “cola” para adquirir “algo” –¡lo que sea!–, a fin de poder satisfacer en parte las necesidades básicas mínimas, sean las propias o las de la familia –si es que alcanza–, ya es, de suyo, un modo de aceptar y acatar una supuesta “verdad” distorsionada, disonante, ajena a la realidad. Y lo que muestran las largas colas para adquirir alimentos es, ontológicamente, idéntico con lo que sucede en una Asamblea Nacional en la cual la bancada oficialista insiste en afirmar que no puede haber revocatorio del mandato presidencial durante el presente año, porque “la verdad” es que “los tiempos no dan”.
Este régimen ha logrado imponer –ha logrado inculcar– que lo falso, eso que ellos asumen como la “verdad”, se identifique con la realidad, con el ser social. Por ejemplo, la mayoría de la población rechaza el régimen. Pero esa misma mayoría se siente orgullosa de autocalificarse “escuálida”. Han destruido los servicios públicos: no hay agua ni luz. Los responsables son o “el Niño” o “la iguana”. No hay alimentos ni medicinas por causa de “la guerra económica” o el excesivo consumo de medicamentos y alimentos que hay en este país de “consumistas”. Unos diputados son golpeados en las adyacencias del CNE por exigir la activación del referéndum revocatorio. Era que andaban “provocando” a los malandros que los agredieron. En las poblaciones del interior del país la gente, desesperada, sale una y otra vez a las calles para exigir comida. Hay hambre. La respuesta es la agresión a balazos que va dejando cada vez más víctimas. Es, en resumen, la historia del borrachín que llega a su casa de madrugada –como de costumbre, embriagado– y la mujer finalmente se atreve a reclamarle. A él no le queda más remedio que golpearla hasta dejarla inconsciente, porque ella “lo provocó”. En fin, para un régimen como este la “verdad” es la “no-verdad”, un espejismo que se vende como “la” verdad. Es por eso que la filosofía tiene, más que el compromiso, la obligación intelectual y moral de denunciar este indigno atropello.
Hans-Christian Andersen, uno de los más grandes escritores de cuentos infantiles de todos los tiempos, fue un auténtico filósofo. Los venezolanos vivimos a diario uno de sus cuentos. Narra la historia de unos “bribones” que le prometieron al “soberano” de un remoto reino hacerle un traje con una tela tan fina y especial que solo podrían llegar a verla quienes no fuesen “majunches”, o sea, “escuálidos”. Estos –los malandros en cuestión–, entre tanto, fingían trabajar “a paso de vencedores”, mientras saqueaban las cuantiosas riquezas del soberano. Durante dieciocho largos años, los bribones simulaban trabajar en el telar el prometido traje “invisible”. Nadie lograba ver la supuesta tela, pero todos alababan aquella “maravilla”, para no quedar por fuera de la solemne “verdad revelada”. Llegado el momento de exhibir el reluciente traje, un impertinente niño gritó, entre risas: “¡El emperador está desnudo!”. Solo después de aquella exclamación, la gente pudo percatarse del engaño, del fraude cometido por aquellos truhanes, quienes, al final, lograron evadirse, dejando al soberano sin honra y en ruinas.
La filosofía tiene por vocación esencial la misma que la del niño del cuento de Andersen.