Por: Alberto Barrera Tyska
Uno ve a la fiscal general de la república ufanándose porque –en lo que va de año– su despacho ha detenido a 52 funcionarios sospechosos de vulnerar los derechos humanos; uno la ve, digo, tan oronda, tan satisfecha, y uno no entiende, uno se pregunta: ¿De qué diablos se enorgullece? ¿Por qué celebra esa atrocidad?
Resulta que Luisa Ortega Díaz se presentó esta semana en la Asamblea Nacional y, por primera vez desde 2009, ofreció cifras e información clara sobre el proceso a oficiales investigados y detenidos por violaciones de las garantías constitucionales. Durante todos estos años, incluido el conflictivo 2014, con la controvertida y cuestionada actuación de los cuerpos de seguridad, a Ortega Díaz no se le había ocurrido ser medianamente transparente y mostrar datos detallados sobre estos casos a toda la ciudadanía. Tal vez no le pareció necesario. O pertinente. Claro que ahora todo es distinto. Ahora sí hay que rendir cuentas porque estamos enfrentados aguerridamente al imperio.
Por supuesto que la fiscal general de la república se explayó diciendo que Estados Unidos no tenía ningún derecho de decretar nada. Y además señaló que solo estaban buscando nuestro petróleo. Y también dijo que los gringos no tienen ninguna moral para venir a hablarnos de derechos humanos. Y se puso en modo retroactivo y habló de El Amparo, de Yumare, de Cantaura… Como si, en el país, la historia de la represión hubiera terminado de forma instantánea en 1999.
En ese mismo acto, sin embargo, reconoció que, en estos 3 meses, han sido imputados 120 agente policiales y efectivos militares por violación de los derechos humanos. Aunque no abundó con más informaciones, la estadística ya de por sí es aterradora. Contrariamente a lo que tal vez pretende, más que destacar el trabajo de la Fiscalía, delata el espanto de las fuerzas de seguridad del Estado. Luis Carlos Díaz, en un acertado tuit, se preguntaba si la cifra podía referirse como “casos aislados” o más bien como una “cultura del trabajo”. El reporte que presentó la fiscal fue también un informe corporativo, una muestra de cuál es la concepción que guía el ejercicio represivo del gobierno.
También esta semana, según una nota aparecida en el periódico El Universal, el Centro de Derechos Humanos de la UCAB presentó los resultados de un estudio que resulta muy revelador. Según la investigación, basada en los expedientes de los tribunales, “el Ministerio Público no fue capaz de presentar elementos de convicción para acusar y pasar a juicio a 80% de los detenidos durante las protestas antigubernamentales de 2014”. Con este porcentaje, debería enjuiciarse toda la retórica oficialista, la millonaria y feroz estrategia mediática, dedicada a satanizar las protestas del año pasado.
Parte de esa campaña, implementada y desarrollada desde los medios públicos, se ha dedicado a descalificar a varias organizaciones no gubernamentales dedicadas a la defensa de los derechos humanos. Tanto en el canal 8 como en el Correo del Orinoco se ha acusado a estos grupos de ser instrumentos de la derecha conspiradora, financiados por la CIA. No muestran una sola evidencia fáctica. Una prueba. Para condenar al otro, solo es necesaria la opinión del poder.
En septiembre del año pasado, Ortega Díaz aseguró que en Venezuela no había detenidos por causas políticas. Dijo que quienes se encontraban tras las rejas habían cometido crímenes “cuyas características son eminentemente de delitos comunes”. Esa versión de la realidad ya es insostenible. Cada día será más difícil tapar el descontento, la rabia, la desazón.
La Cumbre de Panamá es como una Disneylandia para la revolución. Se pusieron todos sus orejitas antimperialistas, gozaron un puyero en la noria de las firmas. Se tomaron fotos con el puño alzado. El Pato Donald visita Sierra Maestra. Pero todo termina, no hay remedio. Y deben regresar a la realidad. A las estadísticas. A un país donde cada vez más se violan los derechos humanos, donde protestar puede ser es un delito común.