Por: Jean Maninat
Hubo un momento en la Venezuela de la IV República en que se pensó que la capacidad de llenar calles con partidarios de un partido, o de una entente de agrupaciones, determinaría la suerte electoral de los convocantes al evento. (Las técnicas de medición del número de asistentes no parecen haber variado en mucho desde entonces; sigue siendo un clásico cuadricular una zona y estimar, rigurosamente, un máximo de cuatro personas por metro cuadrado, para calcular la avalancha de adeptos por el cambio o por la continuidad).
Pero el día de las elecciones, algo determinaba que por más que usted se empeñara en extender la presencia de sus militantes, afectos, familiares, independientes y alguno que otro incauto por el sitio de concentración como si fuera pasta de diablito sobre una arepa; o exhibiera fotografías convenientemente enfocadas para “mostrar” una densidad de gente engañosamente significativa, indefectiblemente sólo el que tenía el mensaje más pertinente para “las grandes mayorías” ganaba las elecciones, sin que el número de metros cuadrados invadidos por cuatro anhelantes bípedos les garantizara el éxito en su empeño a los perdedores. De nada servía entonces, (y menos ahora), haber “llenado la Bolívar”.
En medio de la explosión incesante de los medios electrónicos, del refinamiento de las técnicas de comunicación política que hicieron de una frase limpia, precisa y pertinente: “Es la economía estúpido”, la llave ganadora de un candidato secundario a presidente de la primera potencia mundial, habría que tomar pausa callejera y contrastar los kilómetros épicamente convocados, con las políticas inteligentemente labradas hasta convertirlas en un anhelo mayoritario.
Si algo queda claro de la convocatoria del sábado pasado es que la calle, como recurso válido, no puede seguir siendo estrujada hasta perder todo atractivo y efectividad como instrumento de lucha democrática. Lo que se logró ese día pudo haberse alcanzado reuniéndose en un espacio cerrado porque el mensaje político que se envió tenía la suficiente potencia como para marcar un nuevo momento en la contienda democrática: el atisbo de que la Unidad es posible.
Esa es la chispa que estaba faltando, la que progresivamente irá convenciendo a los descreídos de bando y bando de que el cambio democrático es posible y vale la pena el desafío de asumirlo. Cualquier tentación por saltar la talanquera unitaria, por atractiva que luzca, debería recordar el aforismo según el cual: Solos caminamos más rápido, juntos llegamos más lejos.
Para que la unidad de las fuerzas opositoras sea el cemento del país descontento, hace falta ejercerla sin vergüenza, con la gallardía de quienes no tienen más que sus amarras por perder. Aún el ejercicio de querer darle al actual esfuerzo unitario las señas de identidad de una parcela en particular -el “¿Capriles, Siempre sí?” con el cual animó el periodista de CNN, Fernando del Rincón, su lamentable entrevista/interrogatorio al líder, excandidato y gobernador de Miranda-, tiene la virtud colateral de otorgar una zona de confort, amoblada ecuménicamente con todas las opciones de acción del caleidoscopio democrático opositor, para que nadie sienta la pulsión claustrofóbica de verificar a cada instante si las puertas de salida de emergencia están cerradas.
Quienes dirigen la oposición -la MUD y su Secretario Ejecutivo- dieron un paso mayor (en medio de circunstancias personales y políticas altamente complicadas) para avanzar en la ruta unitaria, comprometiéndose a establecer un plan común de cambio y mantenerlo en el tiempo más allá de las diferencias.
La foto que parece sellar el pacto, con los principales líderes tomados de la mano, es más que un souvenir de ocasión, es el recibo, visualmente firmado, de una promesa política que no puede ser otra vez traicionada. Ahora todas las calles deben conducir a la Unidad.
@jeanmaninat