Por: José Rafael Herrera
En un memorable discurso pronunciado en La Habana, en 1962 –es decir, tres años después del triunfo de la llamada “revolución” cubana–, Fidel Castro afirmaba que en apenas diez años el pueblo cubano tendría un “nivel de vida superior al de Estados Unidos”, porque convertirían a Cuba en “el país más próspero de América”, alcanzando así un nivel de vida “más alto que ningún país del mundo”. Lejos de dedicarse a fabricar armas, como hacían –y aún siguen haciendo– las grandes potencias mundiales, los “revolucionarios” cubanos, liderados por él –por Castro–, invertirían en la producción de riquezas, en la construcción de escuelas, hospitales, industrias y, por supuesto, en una producción agrícola nunca vista, sin precedentes en la historia latinoamericana. En fin, Fidel anunciaba la construcción de una nueva realidad para Cuba, una realidad que los “revolucionarios” iban a acometer de inmediato, y que, pasados aquellos diez fructíferos años de esfuerzo y dedicación, transformarían a Cuba hasta convertirla en la auténtica envidia del Caribe. Sin duda, todo un modelo de país, apto para exportar.
Han pasado 52 años desde que Castro pronunciara aquellas esperanzadoras palabras, tan llenas de eufórico entusiasmo popular. Los resultados han sido atroces. Entre el temor, propio de un Estado autocrático, represivo e intolerante y la esperanza, por lo menos, de una parte importante de la población sometida y depauperada en extremo, que –¡oh, sorpresa!– aún conserva la fe en el milagro prometido, con el pasar de los años, el pueblo cubano ha terminado por aceptar la miseria como la condición “natural” del género humano. Auxiliados por los sofisticados “aparatos ideológicos”, de origen soviético –y antes que soviéticos, nazis–, la satrapía cubana ha “educado” a la población de tal modo que le ha trasmutado la realidad por la ficción, y viceversa. ¿Hay quejas, decepciones, protestas y deserciones? Seguro que sí, no hay duda. Pero también siempre hay “chivos expiatorios”: siempre habrá un “culpable” a quien achacarle la responsabilidad. Siempre habrá un “saboteador”, un “enemigo del pueblo”, un “pitiyanqui”, que ha obstaculizado la plena y total concreción de aquellos escasos 10 años en los que se cumpliría la promesa del –original– “comandante eterno”. Después de 56 años en el poder, “Fidel vive”, y “la lucha –por la Cuba prometida– sigue”.
Mismo “musiú”, aunque con diferente “cachimbo”: la copia al carbón del “comandante eterno”, siguiendo las hormas de las botas del original, también prometió hacer de Venezuela –“Alba” mediante– toda una potencia mundial, capaz de desplazar definitivamente al –a su juicio– “alicaído” imperio norteamericano y a sus “indignos y serviles lacayos”. Una “verdadera transformación” educativa, sanitaria, habitacional, laboral. En síntesis: un pujante país petrolero –rico– que, hastiado de las injusticias y los privilegios de burócratas corruptos y de capitalistas salvajes, y con base en una inédita “fusión cívico-militar” (“pueblo-milicia-caudillo”), le devolviera a las mayorías la riqueza que se les había arrebatado: después de la constituyente, que le daría sustento jurídico a la “revolución”, y de uno que otro “ajuste” –con las “misiones” a la cabeza–, el “buen vivir” estaría a la vuelta de la esquina. Finalmente, los venezolanos, al igual que los cubanos, serían auténticamente felices: tomarían “el cielo por asalto”.
Poco a poco, las expectativas de la “nueva” realidad, su fictio, fue colmando de tal modo la realidad de lo real, hasta el punto de llegar a ocupar su lugar. Las voces de protesta frente a la cada vez más creciente corrupción, la comprobada ineficiencia y el manifiesto desacierto en prácticamente todo lo que se ha intentado ejecutar –todo lo cual, por cierto, tiene su origen en un prepotente desprecio por el saber, por el mérito, por la capacidad–, fueron siendo acalladas, amordazadas, amenazadas. Toda voz disidente se ha sentenciado como “conspirativa”, “fascista”, “terrorista”. Y así, la promesa –la ficción propiamente dicha– se ha ido transformando en adulteración, en contrabando, mientras que la realidad –y con ella, su recuerdo– se ha ido difuminando cada vez más, hasta casi desaparecer. La realidad ha devenido ficción y la ficción la “única” realidad posible. Una sociedad autocrática –a la que groseramente el lumpenfascismo insiste en designar “socialista”– solo es posible si se somete a la pobreza y la ignorancia. Venezuela, el país con las mayores reservas petrolíferas del planeta, paradójicamente es una nación cada vez más pobre e ignorante.
Para la sorpresa de toda inteligencia posible, el contrabandeo de la realidad por la ficción y de la ficción por la verdad ha sido tan audaz que en días recientes se afirmaba que entre los grandes logros de la “revolución”, y en marcada diferencia con “el pasado cuartorrepublicano”, se contaban: el haber eliminado los ranchos de los cerros; el que ahora sí había salud para toda la población; el que las cifras de empleo habían batido todas las expectativas; el que, hoy por hoy, todos pudiesen optar por un título universitario; y el que, además, los ciudadanos pudiesen disfrutar de un servicio de transporte colectivo eficiente, como el Metro. Pero, lo más extraordinario de todo: hoy la gente hace largas colas para conseguir alimentos, porque ahora hay más consumo, y la gente “come más” (¡!). Logros, sin duda alguna, inobjetables e indiscutibles, en esta ficción de bolívares “fuertes”, en este “mundo invertido”, como lo denominara Hegel (aunque ciertos “enchufados” –en realidad, “francotiradores” a sueldo– afirmen que el gran filósofo alemán poco tiene que decir en el presente, y usen nada menos que al pobre de Federico Engels para sustentar semejante torpeza, sin detenerse a pensar en las muy recientes contribuciones de Gadamer, Habermas y Honneth, entre muchos otros: todos ellos, seguidores de Hegel).
Es cierto: no es posible volver al pasado. Hegel mismo –asiduo lector de Maquiavelo– insiste en ello: imposible recoger el agua derramada. No sin énfasis, Heráclito de Éfeso sostenía la imposibilidad de bañarse dos veces en el mismo río: “Hic Rhodus, hic saltus”. Ningún demócrata convencido, que luche hoy contra la dictadura orwelliana –para la cual “la libertad es la esclavitud”–, quiere volver atrás y “restaurar” la ya remota “democracia representativa”. Este régimen no es la superación del pasado: forma parte del pasado, y quizá sea su parte más reaccionaria y decadente. Crear un nuevo “bloque histórico” significa construir un nuevo país, capaz –como decía Marx– de “des-invertir el significado del contenido”, es decir, de hacer que la realidad no se confunda con la ficción ni la ficción con la realidad. Tal des-inversión de las actuales “formas simbólicas” es una prioridad. Y habrá que trabajar muy duro para la creación de ese nuevo bloque mayoritario, esa nueva “Bildung”, transformadora de la sombra en luz, capaz de adecuar la realidad y el pensamiento, con ideas y valores auténticamente libertarios, en sana paz, que superen el resentimiento que caracteriza a una sociedad caída en las trampas del lumpanato. Ser auténticamente demócrata quiere decir, aquí y ahora, anteponer los intereses colectivos a los intereses personales. La “ley”, como se dice, “entra por casa”.
@jrherreraucv
Hace falta para la disidencia en Venezuela políticos para soluciones,no soluciones para los políticos,si eso no se logra la ciudadania tendrá de optar por nuevas y creativas formas de llamar la administración de la cosa pública y tendrá que parir un nuevo sistema que pueda vencer el nuevo estilo dictatorial implementado en nuestro país.