Por: Fernando Rodríguez
Una revolución, marxista leninista al menos, se hace para destruir la sociedad capitalista establecida y sustituirla por otra en la cual ya no exista la explotación del hombre. Ahora bien, para destruir un mundo, una inmensidad de entes y relaciones humanas, básicamente por la violencia, se necesita asumir una supremacía moral absoluta, esa que permite hacer la guerra, despojar y matar. Es la lógica que hemos vivido en estos más de tres lustros bolivarianos. Es cierto que con límites, provenientes del planeta posterior a 1989 y las brutales indigencias mentales de sus protagonistas, que le impidieron acabar con la propiedad privada y con la democracia “burguesa”. Solo golpearlas, asfixiarlas, prostituirlas, embarrarlas. Y llegar a un lugar innombrado de la historia donde reina la mayor oscuridad, el atroz sufrimiento colectivo, la Venezuela de hoy.
Como toda pulsión que no alcanza su realización, tiende a volverse perversa, esa bastarda preeminencia moral produjo efectos muy grandes y muy torvos, por ejemplo falsificar las palabras y los símbolos. El insulto, la calumnia y las acusaciones permanentes y sin contención, el culto a la personalidad de un líder de pacotilla, la historia patria rehecha de la manera más tosca para celebrar el cuartel y el jefe, el trastrocamiento de las denominaciones desde la patria misma hasta el último organismo provinciano, la manipulación de los signos emblemáticos del país, la mentira como razón de Estado, etc. La comunicación trastocada en retórica, inacabable y ponzoñosa retórica.
No vamos a hacer una reláfica de todos los efectos reales que produjo esa mentalidad, los venezolanos llevan su marca en el desasosiego de cada día. Basta con lo dicho para indicar lo que pretendemos subrayar y que no es otra que la densidad, la hondura de los atropellos y las humillaciones a los que hemos sido sometidos. Y la tarea titánica de revertirlos. Esos que se hicieron del poder en nefasta hora, y tuvieron la sagacidad y la impudicia de prolongarlo más de lo previsible, se creían omnipotentes y que les era dado hacer lo que quisieran con el país, puesto que eran revolucionarios, como Fidel y a lo mejor como Gadafi o Mugabe, sin saber que se trataba de cadáveres.
Y no poco daño hicieron a nuestros espíritus. La pasividad que hemos lamentado muchas veces viene de allí, de los efectos de esa lógica, que además de lógica terminó refrendada por las armas de un ejército hipotecado. La incredulidad en el fin de la pesadilla. La lucha hecha a ratos con sus mismas herramientas. La culpabilización artera de ellos y la autoflagelación indebida de nosotros. La desesperanza, la desesperación. La huida, lejos. El miedo, naturalmente. Y también, seguro, la gallarda resistencia de muchos.
Pero hoy que ya somos aplastante mayoría los que decimos “no” y la falacia revolucionaria ha quedado al desnudo, son ellos, los destructores, los que retroceden ante los fantasmas monstruosos que han creado y ante la necesidad de rendir cuentas. Gritan todavía, maldicen al imperio, inventan guerras, amenazan con hacer correr sangre. Pero son minoría, son escuálidos y muchos son reos de delitos inauditos.
Es necesario entonces que vayamos asumiendo la demolición paulatina de esa trampajaula feroz y prolongada contra nuestro derecho de pensar, de decidir, de actuar. Que nos liberemos de ese desvalimiento espiritual que crea el terror, la ignorancia, el absolutismo así sea de opereta y la rapacidad sin límites. Somos mayoría, nos toca una descomunal tarea de la liberación y el recomenzar. Su inicio está en nosotros en un primer y decisivo momento, el de saber que estamos obligados a tomar el mando de este barco ebrio y pensarlo y enrumbarlo con otra manera del espíritu.