Por: José Rafael Herrera
La expresión que sirve de título al presente artículo ha sido utilizada, por lo menos, por tres distinguidos filósofos alemanes con el propósito de describir determinaciones históricas y culturales de diverso tenor. Cada uno de ellos, a su manera, la definió en función de sus particulares propósitos conceptuales, pero siempre como resultado de su especial experiencia contextual. Se trataba, en última instancia, de dar cuenta del tiempo vivido, adecuando la circunstancia a su inteligencia, ejerciendo así la función propia del oficio filosófico, cabe decir: la de traducir el hecho en concepto, a fin de sorprender la razón inmanente a la cosa. A veces, decía Maquiavelo, la virtud debe imponer su talante sobre la fortuna y, de ser necesario, zurrarla. Pero más interesante todavía resulta el hecho de que los tres pensadores la utilizaran en períodos históricos distintos, con características diversas, sin por ello haber perdido un ápice de su condición esencial. Y ello a pesar de haber descrito fielmente la particular realidad de cada una de sus épocas. Una vez más, conviene repetirlo: la filosofía es el propio tiempo aprehendido con el pensamiento.
Y fue Hegel, por cierto, el primero de estos tres filósofos en hablar de Dämmerung, es decir, del ocaso. En efecto, en el Prólogo de suFilosofía del Derecho, el gran pensador dialéctico señala que: “Cuando la filosofía pinta su gris sobre el gris entonces ha envejecido una configuración de la vida y no se deja rejuvenecer con gris sobre gris, sino solo conocer. Solo cuando irrumpe el ocaso inicia su vuelo el búho de Minerva”. La filosofía –el búho de Minerva– se manifiesta plenamente cuando un período histórico, político y social, toca fin, llega a su ocaso. La “lógica del vendaval” parece indicar que, para los venezolanos, al igual que para todo el resto de la América Latina, el búho de Minerva ha comenzado a levantar su majestuoso vuelo. Tiempo de ocaso. Tiempo de filosofía. Hora de dar cuenta de las razones del “nunca más”, del no volver la mirada al pasado nuevamente, so pena de pretender convertirse en “estatuas de sal”. En fin, es el momento propicio para dejar que “los muertos entierren a sus muertos”.
El segundo de los pensadores alemanes que hablara de Dämmerungfue Nietzsche. La obra en cuestión lleva por título El ocaso de los ídolos o cómo se filosofa con el martillo. En efecto, su Götzen-Dämmerung (Ocaso de los ídolos) se propone dar cuenta de cómo ciertos “ídolos” que habían presidido hasta entonces el modo de pensar del pueblo alemán –se trata, según el autor, de vulgares farsantes– habían comenzado a derrumbarse como grotescos fantoches, mostrando sus pies de barro. Son estos, individuos con pasiones desbordadas, los que pretenden imponer un esquema de vida estático, un “modelo” de ser y pensar absolutamente predeterminado, fijo, sin vida, condenado al fracaso. Un modelo que, en suma, termina por “falsificar el testimonio de los sentidos”. Confunden las causas con las consecuencias (la llamada “guerra económica”, por ejemplo, sería, para ellos, la causa y no el efecto necesario de la destrucción del aparato productivo de una nación). Estos “ídolos”, auténticos demiurgos de “causas imaginarias”, obcecados por la idea de que tienen la “tarea histórica” de “mejorar la humanidad”, aunque, en el fondo, motivados por un profundo resentimiento social que suelen vertir en sed de venganza, y conducidos por un ciego voluntarismo sin ton ni son, han llegado –dice Nietzsche– a su ocaso.
Más contemporáneamente, Max Horkheimer –profesor de Filosofía Social, autor de la Teoría crítica y fundador de la Escuela de Frankfurt– compuso, entre 1925 y 1930, una serie de “notas ocasionales”, cuya recopilación solo fue publicada cuatro años después, en Zürich. El ensayo en cuestión lleva por título, precisamente, Dämmerung, y es, en gran medida, una sinópsis de la concepción sobre la cual se sustenta la “teoría crítica de la sociedad”, que, como se sabe, no solo comporta una revisión profunda, a todas luces disidente, del pensamiento de Marx, sino además, con ella, una reconstrucción del tejido dialéctico e histórico que termina en la reivindicación de la filosofía de Hegel, frente a la “ratio instrumental” propia del craso positivismo, del “materialismo crudo” y de la “metafísica dominguera”, como solían llamar, él y Adorno, al existencialismo heideggeriano. Pensaba Horkheimer que las deficiencias conceptuales se traducen, siempre, en una suerte de disfunción social y política. Una mala interpretación del pensamiento de Marx no solo lo deforma sino que, con ello, puede conducir directamente a su antítesis, es decir, a la construcción de una sociedad no libre y a un Estado represor, fascista, decadente, estéril. Más cerca de Hegel y menos del empirismo, Horkheimer encuentra un Marx para la justicia social, ciertamente, pero también para el respeto y la tolerancia, para la disidencia y la civilidad, no para el morbo de un estatismo que aplasta la diferencia y trata a los ciudadanos como obedientes y disciplinados soldados del odio y la sangre, como una maquinaria de atropello, por lo demás, generadora de sumisión, pobreza y reproducción de la ignorancia.
La “enfermedad” de la “ratio” instrumental, propia de las “sociedades administradas”, plenas de “controles”, se encuentra en los esquemas rígidos, en la ausencia de comprensión de la realidad y en su grosera sustitución por “modelos”, por esquemas o recetarios que nada tienen que ver con su movimiento objetivo, con su vitalidad, con su dinámica real. En el fondo, una sociedad que termina prisionera de las formulaciones abstractas, de los métodos formales, de los “modelos” preconcebidos, es una sociedad que, tarde o temprano, termina en el ocaso. El viejo director del Institut para la Investigación Social de Frankfurt tiene la convicción de que las sociedades avanzan cuando están presididas por la razón concreta, por la adecuación de los conceptos y la realidad de verdad, no por intereses supuestamente “racionales” que los hacen claramente sospechosos de ocultar intenciones criminales, sostenidas sobre las espaldas del grueso de una población que ha perdido la libertad y el sosiego.
Por fortuna, llega el ocaso, para dar inicio a un nuevo amanecer, no sin optimismo en un futuro mejor, que apenas comienza. Queda a la filosofía dar cuenta de una noche de barbarie, que si bien no se puede olvidar tampoco conviene repetir. Son ellos, ahora, los que “no volverán”.